Usted está aquí: lunes 10 de abril de 2006 Cultura Ninguna parte

Hermann Bellinghausen

Ninguna parte

Como idea, analogía o juego de azar y romanticismo, eso de arrojar botellas al mar tiene su encanto. Pero aún el más delirante cálculo de probabilidades negaría alguna oportunidad a una (o 10, o cien) botellas al mar con un mensaje dentro, desde una remota emanación volcánica al noreste de las islas Chatman, en el Pacífico sur, donde las variaciones climáticas son extremas, y son pagos poco frecuentados por la especie humana.

El caso es que este Robinsón que me salió al paso se jactaba de haber tirado al mar mil 20 botellas cargadas de palabras, a razón de una diaria por espacio de casi tres años. Pasó allí varado más de tres, pero antes hubo de resolver ciertos impedimentos materiales y anímicos.

Había sido prácticamente vomitado de un pesquero neozelandés donde se había registrado pocas semanas atrás fingiéndose marino sin futuro, con el secreto proyecto de confirmar la existencia de los pingüinos verdes (una especie de la zoología fantástica, no de Borges sino de Cortázar, o más o menos). Sus compañeros de tripulación, rusos la mayoría, bebían salvajemente. Lo comprobó la primera noche que zarparon de Hobart, al sur de Tasmania. Originario del Distrito Federal, o sea del hemisferio norte, sostenía la, según él, razonable teoría de que en el hemisferio sur la gente vive de cabeza, y que eso vuelve muy distintas las perspectivas de todo. En especial en el sur-sur, allí donde quedaron sembradas Argentina, Tasmania, Nueva Zelandia y un poco más, en latitudes por lo demás compuestas mayormente de agua.

Los rusos no prestaban atención al mexicano, pero una noche, por esas apuestas de borracho, quisieron dos bandos distintos apuñalarlo y tirarlo al mar. La carga que transportaban era ilegal, y el intruso les dio mala espina o algo. Ante lo desesperado de la situación, éste saltó al agua agarrado de una boya grande y dejó que lo tragara la negrura. A la deriva y sediento amaneció dos veces, hasta topar con la que devendría "su" isla.

Allí, para no enloquecer, necesitó papel. Luego de incontables intentos, difíciles pues no contaba con un cazo de metal que le permitiera hervir las fibras vegetales, encontró unas termas volcánicas en la parte alta de la isla, y con los días una combinación de hojas y cortezas que produjo cuartillas irregulares pero aceptables.

El siguiente punto a resolver fue la tinta. Curiosamente no batalló mucho. Por intuición de biólogo, dio con que un molusco negro que se ocultaba en las porosidades del muro rocoso que afrontaba las olas del mar abierto. El especimen excretaba una tintura morada las tres noches de lunas llenas en cada ciclo lunar. El naúfrago ideó vacijas de madera y hasta de piedras cóncavas para almacenar la tinta. Plumas no faltaron. Los pelícanos rondaban permanentemente. Eran sus vecinos, sus naguales.

Mañana tras mañana, al rayar el sol, trazaba su ubicación en una cara de la página. Al atardecer escribía un mensaje, pensamientos, observaciones de naturista, o hasta cartas de amor en la otra cara. Enrollaba e introducía el papel en una botella, la tapaba con madera hinchada, y la dejaba caer o la lanzaba a la marea creciente de la noche desde distintos puntos de la isla, incluido el sur, donde sus improbables lectores serían en todo caso pingüinos.

Sí, ya sé. Hemos llegado al punto más inexplicable: las botellas. Ciertas historias ofrecen coartadas abusivas. La de este Robinsón hasta parece chiste. Y ahora viene mi "resulta que". Resulta que en uno de sus recorridos por la isla, cada día más suya, dio con una cueva, y dentro de ella decenas de cajas de botellas. La mayor parte de cerveza y whisky; otras más de aceite. Todas vacías. Con etiquetas, que también son papel y al menos de un lado podían ser escritas.

Algún navío loco, quizá australiano, se ve que paró alguna vez y dejó su tiradero. Gente que vino a beber, o ya había bebido. Lo raro dentro de lo raro de esto es que no había rastro de latas de comida, detritus humanos, algún objeto. Nada. Parecía improbable que alguien pudiese haber bebido aquello sin probar bocado, y no era una isla fácil para arrancarle alimento.

Algún lector decepcionado dirá, llegado a este punto, que qué jalada, que había que inventarse esto de las botellas para que la historia funcionara, que es una trampa obvia y excesiva.

Ni modo. La cosa es que Robinsón tuvo pronto los elementos para escribir el corpus de una obra perecedera e inútil, como hojas de calendario de oficina de boletos de tren, esos fajos gordos que consumen una página por día. La ciega bitácora aspiraba a encontrar algún día un destinatario que tendría, en caso de encontrar la carta embotellada, un fragmento del tiempo de ese Robinsón varado en una isla que no registran los mapas comerciales, y en las fotos aéreas y espaciales es una manchita innominada.

Esa isla, si algo en la Tierra, era ninguna parte. Se sentía en la canción de los Beatles, pero si recordaba bien, la última música que escuchó, la que escupían las bocinas de los borrachos y rusos que iban a matarlo, fue Purple Haze de Jimi Hendrix. Unos marinos malvados, pero además anticuados.

 
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