ƑLA FIESTA EN PAZ?

Leonardo Páez

El Volcán, reactivado

Rafael Rodríguez, torero cerebral y comprometido

A OTRA TEMERARIA invitación de ese incansable promotor de la cultura que es Ernesto de Luna, quien hace años organiza la Feria Anual del Libro en Aguascalientes, a dar una conferencia dentro de la misma, envié, de nueva cuenta, una respuesta afirmativa, más que por repetir jeremiadas taurinas por el placer inefable de recorrer las calles de tan entrañable ciudad.

CON UN ESTIMULO adicional: la charla la daría al alimón con el licenciado Jesús Eduardo Martín Jáuregui, notario público, crítico, aficionado de sólida cultura taurina y, en otra época, fugaz juez de plaza en la Monumental de Aguascalientes, donde resistió hasta donde pudo y quiso las embestidas de los operadores de Espectáculos Taurinos de México, S.A., la deliberadamente perdidosa división taurina del, en lo demás, exitoso consorcio de Alberto Bailleres.

EL TEMA NO podía ser más sugerente: La fiesta de toros, Ƒuna fiesta imaginaria?, habida cuenta de que va para diez años que el entonces gobernador del estado, Otto Granados, unilateralmente decidió malbaratar el coso, propiedad del pueblo y el gobierno de Aguascalientes, ante la pasividad de ambos, al citado empresario.

TANTO MARTIN JAUREGUI como Páez debimos concordar en que gracias a las limitadas propuestas de Bailleres y sus operadores o de Alemán Magnani y su operador, la fiesta de toros en México se ha convertido en pálido o grotesco reflejo de una representación ideal del inconsciente colectivo, que mejor optó por inventarse una fiesta de toros en la imaginación a partir de sus sueños de opio de aclamar héroes de luces capaces de reflejarlo, aunque en la realidad poco o nada se parezca a lo recordado o imaginado.

Y CONCLUIMOS QUE no es la endémica crisis económica del país lo que mantiene a éste en la mediocridad, sino la creciente supresión de valores espirituales, culturales, políticos, emocionales y de autoestima, al grado de hipotecar nuestra identidad, nuestra capacidad de identificación y pertenencia a un patrimonio cultural de muchas generaciones comprometidas con expresar y hacer valer lo mejor de lo mexicano.

AL FINALIZAR, UN joven padre y su hijo subieron a la tarima y me hicieron entrega de un espontáneo y conmovedor presente, al tiempo que el primero me decía: "Te lo manda mi madre en agradecimiento a lo que has escrito sobre su esposo, Rafael Rodríguez". Se trataba de Nicolás Rodríguez Arellano, hijo del inolvidable Volcán de Aguascalientes, y de su vástago, Rafael Rodríguez Córdoba, nieto de aquél y también de Jesús Córdoba, otro de los famosos Tres Mosqueteros que en 1948, con Manuel Capetillo, llenaron varias tardes la Plaza México de emoción, de entrega, de rivalidad, de arte, de torerismo y de gente.

UNA ASOMBROSA REVELACION me haría luego Nicolás Rodríguez: "El Volcán -apodo que acertadamente le puso Paco Malgesto- no era un torero temerario o encimista, como afirmaban los simplificadores y falsos puristas sino, paradójicamente, cartesiano, con una gran claridad de ideas, cerebral, consciente, comprometido hasta la médula con su hambre de ser, pero además con su vocación, su profesión y su autoformación disciplinada y gozosa a la vez, así como analista exigente de su quehacer y del de sus compañeros. Su rica personalidad merece un libro a la altura de su trayectoria taurina internacional. El material periodístico y fotográfico que existe sobre mi padre, así como todo lo que dejó escrito, da para eso y más".