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México D.F. Sábado 6 de noviembre de 2004

Patrick CockburnThe Independent

Arafat, táctico genial, mal estratega

Yasser Arafat había escapado ileso de tantas crisis en el pasado que todavía este viernes, cuando yacía en un hospital militar francés, era difícil evitar la sospecha de que en el último minuto escapara a la muerte mediante alguna astuta maniobra.

Fue un táctico genial, pero un mal estratega. Durante décadas fue empujado de un país a otro por los israelíes o sus aliados. En 1994 retornó a suelo palestino por primera vez en 26 años, sólo para ser confinado a su cuartel en la población cisjordana de Ramallah, siete años más tarde.

La muerte de Arafat producirá expresiones de duelo entre los palestinos y, entre sus enemigos, acusaciones de que en repetidas ocasiones perdió oportunidades de llegar a un acuerdo con Israel. Eso es de dudarse.

El dirigente palestino tuvo muchas fallas, pero los acuerdos que se le ofrecieron no estaban muy lejos de una rendición. Siempre jugó una mano débil ante oponentes más poderosos. Luchó no sólo contra Israel, sino también contra Estados Unidos.

En 1983 estaba yo en los muelles de Trípoli, en el norte de Líbano, cuando Arafat y un puñado de combatientes leales fueron desalojados por mar, ante un inminente ataque de palestinos rebeldes controlados por Siria. Su carrera parecía acabada, pero unos meses después había levantado de nuevo la bandera palestina en Túnez.

Con frecuencia se le describía como "el señor Palestina", líder icónico de su pueblo, símbolo del nacionalismo palestino. En gran medida lo era, pero su tarea resultaba más difícil que la de otros líderes nacionalistas porque muchos palestinos vivían en una diáspora, en comunidades disgregadas por todo el planeta. En su momento de mayor influencia logró unir a los palestinos del mundo detrás de su liderazgo, éxito que de ninguna manera era inevitable.

Eso lo hizo diferente de otros líderes nacionalistas como Robert Mugabe o Kwame Nkrumah, que buscaban poner fin a la servidumbre colonial. Ellos al menos tenían la ventaja de que su pueblo formaba la vasta mayoría de la población en su patria tradicional.

Sin embargo, en otros aspectos Arafat se parecía a esos líderes que justificaban su dominio autoritario señalando sus años de lucha al servicio de la liberación. Era dictatorial (aunque no particularmente violento) y mantenía en las manos las riendas de su poder. Compraba o marginaba a sus opositores dentro del movimiento palestino. El poder de otros líderes dependía de su cercanía o distancia de él.

Cierto, caudillos nacionalistas de mente más sanguinaria podían al menos alardear de haber creado un Estado nación para su pueblo. El peculiar régimen de Arafat, que controlaba un territorio minúsculo en Gaza y la cuarta parte de Cisjordania, establecido mediante los acuerdos de Oslo, firmados en 1993, jamás estuvo cerca de ser un Estado en regla. Eso se debió en gran medida a que los israelíes se encargaron de que no lo fuera, pero también a que el propio Arafat fue peculiarmente inepto para consolidar un gobierno e instituciones propias. Poco después del regreso de Arafat, Gaza y Cisjordania estaban llenos de agentes de seguridad mal integrados y corruptos que se hacían la competencia unos a otros.

Sin embargo, pese a sus inclinaciones autocráticas, Arafat no habría persistido de líder de un pueblo tan politizado como el palestino si no hubiera reflejado sus posturas en general. Es muy fácil culparlo de todos los desastres ocurridos a la comunidad palestina en las cuatro décadas pasadas. Por ejemplo, cometió un error al dar la impresión de apoyar la invasión de Kuwait por Saddam Hussein en 1990, pues ello condujo a la destrucción de la acaudalada y bien establecida comunidad palestina en Kuwait. Pero apenas habría podido hacer otra cosa, porque los palestinos del mundo de hecho sí apoyaban a Saddam Hussein, quien era más popular entre ellos que entre los iraquíes.

Arafat nació en El Cairo el 4 de agosto de 1929, quinto hijo de un hombre de negocios palestino, Abdel Raouf. Su madre, que procedía de una antigua familia de Jerusalén, falleció cuando él tenía cinco años. Se fue a vivir con un tío materno en Jerusalén, donde decía recordar que soldados británicos irrumpieron a medianoche y registraron la casa, destruyendo los muebles. Cuatro años después volvió a Egipto, donde fue educado por una hermana mayor. No tenía una relación cercana con su padre y no asistió a su funeral cuando falleció, en 1952.

Realizó sus estudios en la Universidad de El Cairo, los cuales se vieron interrumpidos por la introducción de armas y combates en la zona de Gaza. Por breve tiempo trabajó en Egipto, después de recibirse, en 1956, y luego se mudó a Kuwait. Siempre fue un apasionado de la política. En 1958 estableció junto con sus amigos una organización clandestina llamada Al Fatah, la cual propugnaba la lucha armada contra Israel. Seis años después se trasladó a Jordania para organizar incursiones en Israel.

Arafat jamás fue un jefe guerrillero consumado, pese al uniforme militar y a la pistola en el cinto. En todo caso, el equilibrio militar entre Israel y los palestinos estaba tan cargado en favor del primero que había un límite a lo que éstos podían hacer. Eso sí, la elección que hizo Arafat de sus comandantes militares fue a menudo desastrosa, basada por entero en la lealtad política personal.

La derrota de Egipto, Siria y Jordania por Israel en 1967 fue la primera gran oportunidad de Arafat. Los gobiernos árabes habían quedado desacreditados. Habían fundado la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) bajo los auspicios de la Liga Arabe, pero, a resultas de la Guerra de los Seis Días, en 1967, Fatah se adueñó de ella. Arafat asumió la presidencia de la OLP en 1969.

En el terreno, en Jordania, los palestinos comenzaban a mostrar que podían combatir con tanta efectividad como los gobiernos árabes, aunque eso no es mucho decir. Cuando el ejército israelí atacó una base de la OLP en Karameh, en 1968, los soldados israelíes sufrieron fuertes bajas. La batalla fue vista como una victoria para Arafat. Miles se unieron a la OLP. Con el tiempo Arafat y las unidades armadas palestinas entraron en conflicto con el rey Hussein y con el ejército jordano y fueron expulsados.

Fue en ese tiempo cuando el mundo cobró conciencia de la causa palestina y de Arafat como su símbolo. En un discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1974, expresó: "He traído una rama de olivo y el arma de un combatiente por la libertad. No dejen que la rama de olivo caiga de mi mano".

Si su objetivo era evitar que el mundo olvidara la suerte de los palestinos, tuvo un éxito brillante.

Para entonces había trasladado su cuartel a Líbano, donde la OLP creó un Estado dentro de otro. Sus hombres combatieron junto a las milicias drusas y musulmanas durante la guerra civil, en la que miles de palestinos fueron masacrados.

Los años en Beirut marcaron con fuerza el liderazgo palestino. Arafat y sus lugartenientes llevaron siempre las huellas de los años en Líbano y cuando volvieron a Gaza y Cisjordania, en el decenio de 1990, a menudo se comportaban como líderes milicianos libaneses.

En el sitio de Beirut por el ejército israelí, en 1982, Arafat estaba en su mejor momento. Los comandantes que había designado se comportaron en general de manera vergonzosa al ocurrir la invasión israelí, inclusive abandonando a sus hombres; pero durante el sitio Arafat corría de un bastión a otro, sin preocuparse por los intentos israelíes de asesinarlo. Por último los combatientes fueron evacuados, sólo para ver cómo milicianos cristianos masacraban a civiles palestinos en Sabra y Chatila ante los ojos del ejército israelí.

Establecidos en Túnez, Arafat y la OLP tenían influencia limitada en Cisjordania y Gaza. Arafat viajó sin cesar, pero fue el surgimiento de la intifada -movimiento de protesta no violenta en sus inicios-, en 1988, lo que mostró que los palestinos no estaban acabados ni carecían de influencia. El poderío militar israelí no pudo sofocar el levantamiento.

La invasión iraquí de Kuwait, por desastrosa que haya sido para los palestinos de este país, condujo al gobierno de Washington a distanciarse por breve tiempo de Tel Aviv. Convocó a la conferencia de Madrid, en 1993. Ya en 1988 Arafat había reconocido el derecho de Israel a existir y renunciado al terrorismo.

La vida privada de Arafat se mantenía en secreto. En 1991 se casó con una secretaria cristiana de 28 años, Suha Tawil, en Túnez. La hija de ambos, Zahwa, nació en París cuatro años después. El dirigente viajó por todo el planeta durante cuatro años, pero en 1992 su avión se estrelló en el desierto libio, durante una tormenta de arena. Arafat sufrió fuertes contusiones y los dos pilotos del avión perecieron.

El momento de reconciliación con Israel después de Oslo fue breve. Arafat se dio un apretón de manos con Yitzhak Rabin, primer ministro israelí, en el jardín de la Casa Blanca al firmar los acuerdos. Al año siguiente volvió a Palestina. Ganó el Premio Nobel de la Paz junto con Rabin y Shimon Peres, el ministro israelí del Exterior. Pero antes de un año Rabin fue asesinado por un judío ultranacionalista cuando salía de un mitin por la paz. Más desastrosa aún fue la derrota de Shimon Peres, el siguiente primer ministro, a manos de Benjamin Netanyahu en la elección general de junio de 1996. La buena voluntad entre palestinos e israelíes generada por Oslo se disipaba con rapidez.

Tel Aviv buscaba asegurarse de que la Autoridad Palestina, a cuyo frente fue electo Arafat en 1996, permaneciera débil y tuviera poco del vigor de un Estado verdadero. El estilo de gobierno de Arafat le facilitó la tarea. Sus principales lugartenientes eran corruptos. No tenían empacho en construir edificios de lujo que se elevaban sobre las casas miserables de Gaza. Por doquier había agentes de seguridad armados, que sólo desaparecían cuando había una incursión israelí.

La controversia rodea las negociaciones finales entre Arafat y el primer ministro israelí Ehud Barak, presididas por el presidente estadunidense Bill Clinton en Campo David, en los días finales del gobierno de éste. Barak y Clinton sostienen que Arafat rechazó un acuerdo aceptable. En cambio los palestinos aseguran que su líder sencillamente se resistió a que la presión conjunta de Tel Aviv y Washington lo forzara a hacer aún más concesiones.

Los críticos palestinos de Arafat afirman que el Estado cuasipalestino creado por Oslo fue muy débil. Arafat lo gobernaba como un líder miliciano libanés de la vieja escuela. Carecía de fuerza armada. El equilibrio de poder entre israelíes y palestinos seguía estando abrumadoramente en favor de los primeros, y parte de ello era culpa del estilo de liderazgo de Arafat.

La derecha israelí, en cambio, vio a Oslo como una verdadera amenaza. Sus militantes habían amenazado a Yitzhak Rabin. Y ahora, el 28 de septiembre de 2000, Ariel Sharon, líder de la oposición, visitó el gran templo de Jerusalén, lo cual provocó enfrentamientos que derivaron en la segunda intifada. Al principio Arafat pareció ponerse al frente, para ver si producía dividendos políticos. El hecho de que Sharon estuviera tan ansioso de provocar un levantamiento debió haberlo hecho entender que no sería lo mejor para los palestinos.

Pronto los ataques suicidas con bombas se volvieron la única arma de los palestinos. Se aislaron del apoyo internacional y garantizaron a Israel la solidaridad contra ellos. Después de tres de tales bombazos, a finales de 2001, Israel destruyó los tres helicópteros de Arafat en Gaza y lo confinó de hecho en Ramallah. Un año después tropas israelíes se adueñaron de la mayoría de su cuartel, relegándolo a unas cuantas habitaciones.

Las exigencias estadunidenses e iraquíes de un líder más democrático y menos corrupto eran totalmente hipócritas. Los dirigentes que tenían en mente se han ganado merecida fama de criminales entre los palestinos. Así como en Irak satanizó a Saddam Hussein y subestimó el nacionalismo iraquí, Washington podría descubrir que el nacionalismo palestino se vuelve más militante, y no menos, a la muerte de Arafat. Será muy difícil que cualquier nuevo dirigente palestino haga concesiones sin que se le vea como un traidor.

La carrera de Yasser Arafat fue en muchos aspectos una tragedia, como ha sido la historia de su pueblo. Pero, si fracasó en ganar la independencia nacional que su pueblo anhelaba, fue por la aplastante superioridad de las fuerzas que debió enfrentar.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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