México D.F. Jueves 30 de septiembre de 2004
Pueblo fantasma que sigue siendo atractivo
turístico por enigmático y por el peyote
Real de Catorce, sitio donde el espejismo es el mismo
desierto
Del primero al 10 de octubre, los visitantes llegarán
a festejar a San Francisco de Asís
Los huicholes irán a recolectar el cacto sagrado
que llevarán para utilizar en sus rituales
Real
de Catorce, San Luis Potosi. Aquí el espejismo es el desierto.
Real de Catorce, San Luis Potosí, pertenece a esos lugares cuya
existencia es más emocional que concreta. Casi deshabitado, la idea
de un lejano pasado incrementa la experiencia de soledad que aquí
puede sentirse.
Como cada año, el pueblo fantasma vuelve
a habitarse del primero al 10 de octubre con los miles de visitantes que
asisten a la celebración -el día 4- a San Francisco de Asís,
y -en la que ha sido llamada "la otra peregrinación"- de Nayarit
y Jalisco acuden los indígenas huicholes para visitar el Monte Sagrado
o Wirkiuta y recolectar el peyote-venado o hicuri, el cual llevan
para consumirlo como elemento mágico en sus rituales.
Real de Catorce no siempre estuvo deshabitado. En la Colonia,
cuando la fiebre minera, lo habitaron más de 15 mil personas. Según
Alexander von Humboldt, en 1804 ocupaba el segundo lugar en la producción
de plata de la Nueva España. Más de 15 mil llegaron desde
que en 1639 el marqués de Cadereyta, virrey aquí, expidiera
la cédula para fundar el Real de Alamos de la Purísima Concepción
de los Catorce.
Durante los años de mayor auge, el centro minero
ocupó el primer lugar en América Latina en utilizar la máquina
de vapor (1822) y el primero en el país al cual llegó la
electricidad. En ese periodo se construyó la parroquia, el palenque,
el teatro, una plaza de toros; en 1863, cuando Benito Juárez instaló
en San Luis Potosí su gobierno, ordenó que Real acuñara
su propia moneda; en 1895, Porfirio Díaz inauguró las minas
de Santa Ana, años después se construyó la estación
Catorce, el tren transportaba entonces plata, cobre y plomo puros.
"Se acabó el jale, pero aquí seguimos",
dice Antonio quien durante 35 años trabajó en la estación
del tren. Ahora fuma sus Delicados dentro de la estación, sentado
detrás de un escritorio; fotografías en blanco y negro de
mejores tiempos adornan las paredes de cal que se cae por todas partes.
Se acabó el jale, repite, mientras afuera pasa el tren que transporta
artículos de línea blanca.
En realidad se acabó casi todo. En 1920 en Real
de Catorce quedaban menos de 300 personas. La huella que, se dice, Porfirio
Díaz dejó a la entrada de la mina está cubierta de
yerbas.
A finales de los años 70 del siglo pasado se inició
la promoción turística del lugar. En la Ciudad Increíble
todo lo que fue es exhibido y vuelto a habitar. Para 1970, obras como El
Diosero (1952), de Francisco Rojas González, o Los indios
de México (1967-1981), de Fernando Benítez, atraían
la atención sobre Real de Catorce como lugar mítico que alberga
"al Tío", el peyote, hicuri hualula, cacto sagrado para los
huicholes que les permite la comunicación completa con sus dioses.
Para los huicholes, quienes caminan durante 14 días
para llegar hasta aquí, la tierra sagrada de Wirikuta es el centro
del mundo, el lugar donde moran sus dioses, donde se origina la vida sagrada
de la tribu.
Por otra parte, el "descubrimiento" de la tradición
indígena como rencuentro y comunicación completa con lo natural
coincide con el movimiento jipi en el país.
Ubicado a 254 kilómetros de la capital de San Luis
Potosí y a 61 de Matehuala, Real de Catorce es la mejor muestra
de la utilización del abandono como atracción turística,
donde los visitantes llegan para seguir viajando: los lugares de mayor
interés se encuentran a varias horas de camino del poblado.
A Real de Catorce llega, entonces, un turismo atraído
por lo enigmático o por la búsqueda de lo enigmático.
El poblado se asemeja a una gran escenografía cuyo sentimiento de
decadencia, su pérdida de referencias en el espacio y el tiempo,
se impregna también en sus visitantes. Catorce se convierte en un
pueblo fantasma que mezcla en una especie de cosmopolitismo la visita
de los turistas extranjeros con las tradiciones de los huicholes, la veneración
por San Francisco de Asís y el recuerdo de sus minas.
"El pasado es un futuro que desemboca en un presente",
escribió Octavio Paz: en 1990 se privatizó la industria minera,
pero los nuevos dueños mantienen cerrada la mina. El Instituto Nacional
de Antropología e Historia diseñó en 1995 el Programa
de Protección Legal y Plan de Conservación de Real de Catorce,
que impide alteraciones a su arquitectura original y lo postula como Zona
de Monumentos.
Para quien cruza por primera vez su entrada un túnel
de más dos kilómetros de longitud Real de Catorce puede parecerle
un inmenso escenario donde la reiterpretación de las historias e
histerias personales de los turistas o de los reductos del movimiento jipi
se ejecutan en un pueblo fantasma diseñado para 15 mil personas,
donde sólo habitan mil 200.
A
este escenario han venido actores como Blanca Guerra y Antonio Banderas.
Su ambiente, al borde de la decadencia total, contrasta con los celulares
y las cámara de video de los turistas, lo que ocasionó que
Gore Verbinsky, director de La mexicana, construyera en 2001 otro
poblado al lado de Real de Catorce como locaciones para la filmación.
Más que una comunidad dedicada a las artesanías,
Real de Catorce se erige como una artesanía en medio del desierto
que alberga los más distintos personajes: filósofos, historiadores,
indígenas, escultores, chamanes que conjugan el conocimiento huichol
con las botellas de Coca-Cola.
"Aquí todos vienen, pero ya no recuerdo fechas,
lo que se queda se queda", dice El Mezclillas, chamán improvisado
o brujo de a deveras, pero en realidad el único minero que queda
en Real de Catorce a cargo del cuidado de la maquinaria minera.
Curador a partir de cuarzos, vendedor de yerbas, flores,
pieles de víboras de cascabel, coleccionador de revistas donde aparece
su foto y películas francesas en su honor (Los fantasmas de Bonifacio),
El Mezclillas, infalible, levanta una piedra blanca y señala
con su dedo la línea exacta que contiene el nombre del mineral correcto
para cada "problema", mientras sus ojos de analfabeto se abren enormes
sobre su terrible risa. El lo conoce todo.
-Aquí nieva -afirma.
-¿Cuándo?
-Pues cuando se le da su chingada gana (ríe).
Como todos los sitios emocionales, en Real de Catorce
conviven el paso del tiempo y la permanencia eterna de las cosas. Aquí
sólo el cronos se desvanece en el aire; las calles, aun con sus
casas y cosas viejas y sus empedrados, continúan.
Para sus visitantes, Real de Catorce es experiencia de
transformación. Aquí se llega para cambiar. La experiencia
no es estar, sino haber venido. Destruir los tejados o profanar las tumbas
sería borrar la conciencia de lo que fueron y la mejor prueba de
lo que prometen ser.
Atraídos por la mezcalina y las alucinaciones que
el peyote provoca, aquí uno descubre que eso no hace falta. Carreteras
angostas, millares de cactos, un túnel de más de dos kilómetros,
un inclemente sol y la sensación de que, a pesar de todo, nada se
ha perdido, devuelven una mirada cruel, lacerante, de lo que fueron las
vidas de sus visitantes.
Por eso la leyenda en un cuadro viejísimo de San
Francisco de Asís, en una de tantas fondas: "Quien suponga que los
años oscuros fueron otra cosa que la oscuridad absoluta y
que, en cambio, la aurora del siglo XIII fue la luz pura y simple, será
incapaz de desentrañar el verdadero sentido de la historia humana
de San Francisco de Asís".
Por eso las tumbas con la leyenda "perpetuidad" de quienes
fallecieron hace dos siglos; por eso la permanencia del cuadro de Francisco
Borja pintado en 1828 en el templo de San Francisco; por eso este paisaje
desolado, esta alegría en el desierto; por eso la necesidad de extraviarse
en uno mismo, de estar a la deriva, en la lógica de la euforia y
de las alucinaciones.
Por eso este regreso a lo que queda de la devastación
de uno mismo en el que el único espejismo es el desierto.
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