.. |
México D.F. Miércoles 29 de septiembre de 2004
En Gobierno, Traven relata el sistema político igualitario de un pueblo maya
Desde hace 100 años en las montañas chiapanecas ya se mandaba obedeciendo
Significativa coincidencia entre la formación de las JBG y la redición de la novela
HERMANN BELLINGHAUSEN ENVIADO
San Cristobal de las Casas, Chis. 28 de septiembre. Una significativa coincidencia hizo que en agosto de 2003 se establecieran las juntas de buen gobierno (JBG) zapatistas en Chiapas y en septiembre se reditara, por primera vez en muchos años, Gobierno, novela poco conocida para el lector de hoy del popular escritor B. Traven. Publicada en 1927, es la primera de su "ciclo chiapaneco", al que pertenecen La rebelión de los colgados y Puente en la selva. Los travenólogos (entre los cuales no se cuenta este reportero) la consideran su mejor obra. Y no deja de resultar extraño: no es propiamente una novela, sino una serie de episodios cínicos y picarescos que involucran a un tal don Gabriel Bermúdez, delegado del gobierno porfirista en las montañas del sureste mexicano. Sus ires y venires entre Jovel, Balún Canán y las tierras tojolabales y tzeltales; sus transas; sus encuentros con funcionarios de su calaña, y su única meta en la vida: ganar dinero a costa de los indios.
Con una galería de patéticos personajes ladinos, la ironía de Traven por momentos resulta terrible, pero siempre divertida. La historia de Gobierno (Seix Barral, Biblioteca Breve, México, 2003) se ubica a finales del régimen porfirista, y dilata 150 páginas para que el pueblo de los indios deje de ser escenografía, se adueñe de la historia, le dé sentido en menos de 30 páginas, y la convierta en una obra trascendente.
Académicamente digno de sospechas, como todo novelista, Traven se adelantó a la etnología nacional y extranjera, que la mayor parte del siglo XX se nutrirían de los pueblos indios de Chiapas, previendo su eventual extinción, y que de manera inopinada abonarían, en parte, el despertar político y cultural que ha hecho de estos pueblos el signo político de una renovación profunda y alternativa de la democracia y las formas de gobierno.
"Hay casi tantos sistemas de gobierno entre los indios independientes como pueblos y lenguas." Algunos, escribe Traven, eligen a sus jefes para ocupar el puesto toda la vida, si éstos lo hacen bien; otros pueblos eligen "regencias" encabezadas por cuatro hombres "investidos con los mismos poderes y las mismas obligaciones". En unos casos son elegidos por un año, o bien tres o cuatro. Hay pueblos donde quien ha ocupado el puesto alguna vez no puede volver a ocuparlo, por capaz que se haya mostrado. El narrador ofrece otros ejemplos, "pero, por variados que estos sistemas sean, todos son de naturaleza democrática". Por caminos distintos han alcanzado la misma conclusión estudiosos de los pueblos mayas de Chiapas como Jan de Vos, Carlos Lenkersdorff y Andrés Aubry.
Pevbil, el pueblo que retrata Traven, estaría vagamente establecido entre la selva Lacandona y las montañas de los Altos. De manera contradictoria, los ladinos de la novela saben que "no sólo el gobierno, sino la población entera se benefician cuando a los indios se les deja vivir en paz", y a la vez no encuentran otra fuente de poder y enriquecimiento que despojarlos, e incluso traficar con sus personas, enviándolos como esclavos a las monterías. Por esta contradicción "resultaba ventajoso para los finqueros que los indios no fueran muy felices con su independencia".
El contraste con el sistema occidental (en este caso la remota dictadura de Porfirio Díaz) es tan abismal como sorprendentemente contemporáneo. En un país donde gobernar significa acumular ganancias y enajenar la riqueza nacional a bajo precio, el modo indio de gobernar que describe Traven es radicalmente novedoso y a la vez se enraiza en antiguas y muy probadas tradiciones. Como cualquiera podía gobernar, Pevbil "era un pueblo de gobernantes que habían aprendido durante sus cortos periodos de gobierno a dar buenos consejos y a juzgar los consejos dados por otros".
No extraña que el gobernador del estado considerase que el modo de los indios no encajaba dentro de un régimen estable y conservador. "El mal ejemplo podía cundir, y de llegar a elegirse un presidente cada año, el pueblo podría creer que una persona podía gobernar como cualquier otra", y quedaría claro que el hecho de regir no era tan difícil como trataba de hacerse creer a los gobernados.
El gobierno es una silla que quema
Fábula o no, un momento culminante de Gobierno es la toma de posesión del nuevo jefe indio de Pevbil entre cohetes, campanadas, sones de chirimías y gritos regocijados. La "parte seria" es la presentación del nuevo jefe, en una ceremonia donde toman parte los delegados de las cuatro "tribus" que componen Pevbil.
"Después de los discursos, los delegados traían una pequeña silla de tule con un agujero grande en el asiento. El nuevo jefe se bajaba los calzones de manta y se sentaba en la silla, en medio de las bromas y cuchufletas de los que lo rodeaban." En seguida se le entregaba un cetro de ébano. Las risas de la multitud cesaban, en espera del primer sabio consejo del jefe. Pero en ese instante, prosigue Traven, tres hombres llegaban con un brasero donde ardía carbón, y lo colocaban bajo el asiento agujereado que ocupaba el nuevo jefe.
El fuego era para recordarle al jefe "que ocupaba aquel sitio no para descansar placenteramente, sino para trabajar por su pueblo". También le recordaba que no debía permanecer demasiado tiempo, para evitar una dictadura que traería perjuicios para el pueblo, y para él, fuego suficiente para consumirlo con todo y silla. Seguían discursos de representantes del barrio al que pertenecía el jefe saliente, del barrio al que correspondería aportar jefe en la próxima elección, y por último a uno del mismo barrio del jefe entrante. La idea era que los discursos no fueran muy breves. Lo que sintiera el jefe sentado sobre el fuego "no podía expresarlo ni con el más leve movimiento de sus cejas".
Concluidos los discursos, "no debía saltar de la silla para apartarse del fuego". Al contrario, permanecía un rato más "para demostrar que no tenía intención de huir de los trabajos y penalidades" del puesto. A menudo decía algún chiste, "que aumentaba el buen humor de los que le rodeaban, esperando verlo hacer algún gesto de desagrado para reírse de él". Mientras más permaneciera sobre el fuego, "mayores eran la confianza y el respeto que ganaba".
Cuando las brasas agonizaban, el jefe se incorporaba, y "en su piel se veían grandes ampollas". Alguien se aproximaba a untarle aceite y lo cubría con un emplasto de hierbas, y otro hombre le ofrecía un vaso de aguardiente. "El nuevo jefe no podía olvidar, durante largas semanas, lo que llevaba en el trasero." Esto lo ayudaba "considerablemente", a cumplir sus deberes "de acuerdo con lo que el pueblo esperaba de él".
En casi todos lo casos, "las partes expuestas al fuego quedaban marcadas por cicatrices que probaban, mejor que cualquier documento lleno de sellos, el hecho de que su poseedor había tenido en una ocasión el gran honor de ser elegido jefe de su pueblo". El narrador advierte que las cicatrices eran también "una garantía de que jamás pensaría en ser elegido por segunda vez, lo cual sería negar la tradición y la costumbre de su pueblo".
Traven, que se ha burlado durante toda la novela de los ladinos codiciosos y ladrones, conserva el humor pero evita el menor escarnio ante las costumbres de estos "bárbaros" que, no obstante, "obraban bien, e inexorablemente".
Las formas de gobierno indígena entre los mayas "libres" de Chiapas, aun las que son en cierto modo nuevas, como las JBG zapatistas, comparten las actitudes igualitarias pero exigentes que, fantásticas o no, atribuyó Traven a sus indios, de alguna manera más vivos y verosímiles que los que con el tiempo poblarían la entonces naciente (y hoy obsoleta) novela indigenista mexicana. En el pueblo de Pevbil, hace 100 años, el gobierno ya mandaba obedeciendo y ponía en evidencia los vicios del sistema político de entonces, como hacen ahora los gobiernos autónomos en las montañas chiapanecas.
|