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México D.F. Sábado 18 de septiembre de 2004 |
Apología de la ilegalidad
Ante
la reiteración hecha en la BBC por el secretario general de la Organización
de Naciones Unidas (ONU), Kofi Annan, de que la invasión de Irak
fue ilegal, ya que se basó en una decisión unilateral de
Estados Unidos y no en una resolución del Consejo de Seguridad de
la ONU, el presidente George W. Bush acaba de formular declaraciones escandalosas
por su cínica franqueza y, naturalmente, sus cómplices en
la aventura bélica también volvieron a intentar ocultar la
verdad.
Bush declaró nada menos que "sabiendo lo que hoy
sé, incluso sin haber encontrado los arsenales de armas que creíamos
que estaban allí, tomaría la misma decisión". Pretende
así hacer olvidar que su gobierno intentó justificar la agresión
a un país miembro de la ONU sin declaración de guerra ni
acuerdo del Consejo de Seguridad, exclusivamente sobre la base de la mentira
de que Irak amenazaba la seguridad de Estados Unidos y del mundo con sus
(inexistentes) armas nucleares y químicas. Y que su jefe del Departamento
de Estado, el general Colin Powell, incluso buscó convencer al Consejo
de Seguridad con informes fabricados y fotografías falsas sobre
las armas que Irak no poseía desde que Estados Unidos dejó
de proveerle a Saddam Hussein gas letal para la guerra telecomandada por
Washington contra Irán.
Bush revela una vez más que la invasión
de Irak tenía otros motivos, había sido resuelta mucho antes
de tener algún pretexto y que el ataque a un país para derrocar
a un régimen que desagrada a la Casa Blanca podría repetirse
en cualquier momento, ya que la simple opinión de Bush sobre un
gobierno basta para justificar una acción bélica. Arrogantemente,
vuelve a olvidarse de la existencia de la ONU y a prescindir de la legalidad
internacional, al reiterar que volvería a violar los compromisos
firmados por su país -que es uno de los fundadores de Naciones Unidas-
a finales de los años 40, cuando surgía la esperanza, tras
el derrocamiento del nazifascismo, en la instauración de la legalidad
internacional y de la paz. Los balbuceos de Blair, del gobierno polaco
y del japonés, por su parte, ni siquiera tienen en cuenta que el
retiro de las tropas españolas puso una vez más al desnudo
-por si no bastasen las monstruosidades cometidas contra el pueblo iraquí
en nombre de su liberación del yugo de Saddam Hussein y la feroz
resistencia de los así "liberados" y "democratizados" mediante matanzas
y bombardeos- que los aliados de Washington en la ocupación de Irak
son simples mercenarios invasores.
El ataque de esos gobiernos y de Bush a Kofi Annan desentierra
además con torpeza el recuerdo aún fresco de la ilegalidad
cometida por Estados Unidos y sus cómplices, y lo hace en un momento
crucial de la campaña presidencial estadunidense, cuando Bush pierde
terreno, y en su lucha por ganar cada voto no le conviene aparecer nuevamente
como un belicista que, en interés de sus socios comerciales, mintió
para lanzar a su país a una aventura que cada día deja un
reguero de sangre y ha causado gastos de cientos de miles de millones de
dólares, que los contribuyentes (que también son votantes)
deberán pagar a los señores de la guerra. La apología
de la ilegalidad y de la "guerra preventiva" podría convertirse
en un bumerán alentando los fuertes movimientos que buscan que Bush,
Blair, Berlusconi y otros invasores de Irak tengan el destino que el pueblo
español le dio a Aznar.
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