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México D.F. Lunes 13 de septiembre de 2004

Hermann Bellinghausen

Soldado del alba

Sus largas lianas hacen de los árboles altos del trópico unos cadeneros en pendencia. El aire, cargado de olores. Tantos, que enrarecen el oxígeno, lo desplazan, y basta que roce los helechos arborescentes una brisa cualquiera para que ceibas y guanacastes suelten sus lianas contra la carne blanda de los extraños que se acercan.

Una nube de mariposas moradas ondula a través mío. Avanzo concentrado en mis pasos. Al levantar la vista encuentro que los árboles y las palmas despiden luz. Verde, claro. Luz propia.

La aldea se delata por las columnas de humo entre la maleza, y enseguida los agudos perros perforando los lóbulos del miedo para colgarles arracadas y mecerse en ellas como perros en el paraíso de los perros (qué cómo será para esos omnívoros impúdicos).

En la primera casa: una mujer arrodillada junto al brasero que sopla. No sé si llora, reza o descansa. No sé si me corresponde saber. Apenas me mira de reojo, lo cual resulta extraño, dado que soy y parezco un completo extraño. Su ensimismamiento es otro, y a pesar de cierto rictus inherente, la expresión de su rostro es jubilosa.

Llego a un claro: varios niños se arrojan unos a otros semillas, piedras y nances verdes en la más apacible y divertida de las guerras.

-ƑEn casa de don Anselmo? -pregunto al primer niño que tengo enfrente. De inmediato los demás interrumpen el combate y corren a rodearnos y escuchar una respuesta que cualquiera de ellos pudo haber dado.

-Baja usted al río y lo cruza, que para eso hay un tronco. De puente. Ahí nomás la otra orilla está la casa.

Cobro conciencia repentina de mi agotamiento. He caminado con breves descansos varios días y la montaña es demandante e imperiosa. Pero voy llegando. Lo reflexionan mis últimas neuronas sin receso.

La bajada al río resulta más canija de lo que supuse. No se trata de una vereda tropical que desciende y punto. Es una barranca de escarpados escalones (si esas rocas mohosas merecen la categoría de escalones, las desgraciadas).

Tras resbalar tres veces, voy a dar de jeta hasta el lecho lodoso del río, en la boca de una cueva que despide aromas bastante serios, difíciles de respirar. Miro que nadie me haya visto azotar. Me incorporo. Giro y me encamino al río, un borbotón rabioso que corre a donde la turbulencia pierde el nombre. Un tronco lo cruza, en efecto. Grueso y aplanado. Dado el escenario, un puente cómodo.

Un viejo astilla varas de ocote en el primer recodo. Con un hacha doble. Don Anselmo, me imagino. No da señales de esperarme, pero no muestra sorpresa. Deja el machete y las lajas y me da la mano sin incorporarse.

-Pasa hermano, que Alba te tome las cosas.

Atravieso entre gallinas un solar de tantos. Los uniformes diente de Alba sonríen con tal blancura que, pienso, un cazador de marfil renunciaría a todas las áfricas por ellos. ƑNieta del viejo? Es más blanca que él, y su rostro es tan perfecto que me invade un sentimiento sagrado. Mi lengua entorpece, balbucea, olvida que conoció el don del habla.

Alba extiende un brazo que me espanta de tan desnudo y dice:

-Traiga acá su mochila, que se la guardo.

Al sacarme de encima la carga, la atmósfera se aliviana y recuerdo que alguna vez tuve alas. Para Alba, mi equipaje que pesa muchísimos kilómetros es una pluma. Lo toma entre los dedos y lo deposita sobre un trapo color de almendra que hace las veces de tapete al centro de la cabaña de tronco y palma.

-Póngase en la hamaca para que se descanse -dice. No hace falta mucha astucia para distinguir mi extenuación. Apenas me anudo en los hilos de la red colgante me invade un sueño blanco, abismal, absorto en la piel de Alba, ojos marrón y nariz como espada. En el inevitable olvido de un punto perdido del Universo.

Cuando despierte, Alba se habrá ido por completo. Que a otro pueblo. Sostendré mi tantas veces pospuesta conversación con don Anselmo. Tomaré notas hasta dolerme los dedos. Permaneceré los días necesarios. Saldré con el material de un libro, por ejemplo. Y nunca me abandonará la idea de que el largo viaje hasta allí fue para contemplar unos instantes y en pobres condiciones mentales el ser entero de Alba, sus hombros en la curva del día, su mirar oscuro y plata en el túnel de la estación de un sueño. El tiempo es corto. Todo pasa. Y cuando sucede pronto, ni tiempo hay para acoger los dones que con una mano derrama y con la otra borra.

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