México D.F. Lunes 13 de septiembre de 2004
Georges Simenon
El gato
Este lunes empezará a circular en México El gato, la novela número 33 que Tusquets Editores ha traducido al español del escritor Georges Simenon (Lieja 1903-Lausana 1989), de quien el año pasado se conmemoró su centenario. En esta obra, Simenon explora una de sus obsesiones favoritas. La consideró su novela "más cruel" y su amigo Marcel Achard la ubicó como "uno de sus libros más estremecedores". Con autorización de sus editores, La Jornada ofrece el arranque de esta obra, a manera de adelanto.
Bouin soltó el periódico, que tras desplegarse sobre sus rodillas fue deslizándose lentamente antes de aterrizar sobre el parquet encerado. De no ser por la estrecha ranura que de vez en cuando se dibujaba entre sus párpados, se habría dicho que acababa de dormirse.
ƑEngañaba con ello a su mujer? Marguerite tricotaba sentada en su sillón bajo, junto a la chimenea. Nunca parecía que lo observara, pero él sabía desde hacía tiempo que nada se le escapaba, ni siquiera el temblor apenas perceptible de uno de sus músculos.
En la acera de enfrente, una cuchara bivalva con mandíbulas de acero se precipitaba desde lo alto de la grúa y golpeaba pesadamente el suelo, cerca de la hormigonera, provocando un ruido de chatarra. A cada golpe, la casa temblaba y la mujer se sobresaltaba y se llevaba la mano al pecho como si ese ruido, pese a haberse convertido en algo cotidiano, le llegase hasta lo más profundo de las entrañas.
Se observaban el uno al otro sin necesidad de mirarse. Hacía años que se escrutaban de manera solapada, e iban aportando a ese juego nuevas sutilezas.
Una sonrisa afloró en el rostro del hombre. El reloj de mármol negro con adornos de bronce señalaba las cinco menos cinco; parecía que contara los minutos y los segundos. En realidad, los contaba de forma mecánica, a la espera de que la aguja grande se pusiera en posición vertical. Entonces los ruidos causados por la hormigonera y por la grúa cesarían de repente. Los obreros, que llevaban impermeables de hule y cuyos rostros y manos chorreaban el agua de la lluvia, se quedarían un momento inmóviles antes de encaminarse al barracón de tablones que se alzaba en una esquina del solar.
Corría el mes de noviembre. Desde las cuatro de la tarde los hombres trabajaban a la luz de los focos, que ahora ya no tardarían en apagarse. Cuando eso sucediera, se harían repentinamente la oscuridad y el silencio, y en el callejón no quedaría ya más luz que la de una solitaria farola.
Émile Bouin tenía las piernas entumecidas a causa del calor. Cuando entreabría los ojos, veía las llamas que desprendían los leños de la chimenea, amarillas las unas y azuladas en la base las otras. La chimenea era de mármol negro, como el reloj de pared y los candelabros de cuatro brazos que la flanqueaban.
Salvo las manos de Marguerite, en continuo movimiento, y el tenue entrechocar de las agujas de hacer punto, en la casa reinaba la misma tranquilidad y silencio que en una fotografía o en un cuadro.
Las cinco menos tres minutos. Menos dos. Los obreros empezaron a dirigirse, lenta y cansinamente, hacia el barracón para cambiarse, pero la grúa seguía funcionando, de modo que la cuchara bivalva se elevó por última vez con su carga de cemento hacia el encofrado que señalaba el primer piso de la construcción.
Menos un minuto. Las cinco. La manecilla del reloj se estremeció, vacilante, sobre la esfera descolorida, y se oyeron cinco toques espaciados, como si en esa casa todo fuera lento.
Marguerite suspiró y aguzó el oído para captar el súbito silencio del exterior, que se prolongaría hasta la mañana siguiente.
Émile Bouin estaba pensativo. Contemplaba las llamas a través de los párpados entornados, al tiempo que esbozaba una vaga sonrisa.
El leño que se hallaba arriba del todo ya no era más que un esqueleto ennegrecido del que ascendían hilillos de humo. Los otros dos aún estaban al rojo vivo, pero unos crujidos anunciaban que no tardarían en desplomarse.
Marguerite se preguntaba si Émile se levantaría, cogería más leños del cesto y los colocaría en la chimenea. Ambos estaban acostumbrados al calor del hogar, y disfrutaban de él hasta que sentían una picazón en la cara y se veían obligados a retirar un poco el sillón.
A Bouin se le ensanchó la sonrisa: no estaba sonriéndole a su mujer. Tampoco era el fuego la causa, sino una idea que le rondaba por la cabeza.
No tenía prisa por llevarla a cabo. Tanto él como su mujer disponían de tiempo, todo el tiempo que faltaba hasta que uno de los dos muriese. ƑCómo saber quien sería primero? Sin duda, Marguerite también debía de pensar en ello. Desde hacía varios años, ambos pensaban varias veces al día en lo que se había convertido en su problema fundamental.
Él también suspiró, y con la mano derecha, que antes reposaba en el antebrazo del sillón, buscó a tientas el bolsillo de su chaqueta de estar por casa, del que sacó un cuadernillo que desempeñaba un papel importante en la vida familiar. Las estrechas páginas tenían líneas punteadas que permitían desprender limpiamente trozos de papel de unos tres centímetros.
El cuaderno era de tapas rojas y llevaba un lápiz estrecho sujeto por un caracolillo de cuero.
ƑSe había sobresaltado Marguerite? ƑSe estaba preguntando cuál sería el mensaje en esta ocasión?
Aunque ya se había acostumbrado a aquello, nunca lograba adivinar qué palabras garabatearía él. Bouin se quedó inmóvil adrede, con el lápiz en la mano, como si estuviese ensimismado.
No tenía nada que decirle; sólo pretendía turbarla, tenerla en vilo en el preciso momento en que el cese del estruendo de las obras le procuraba cierto alivio.
A Bouin se le ocurrieron varias ideas, pero las fue rechazando una tras otra. El ritmo de las agujas de tricotar había variado; Bouin había conseguido inquietarla, o por lo menos despertar su curiosidad.
Prolongó ese placer durante otros cinco minutos. Se oyeron los pasos de uno de los obreros que se encaminaba hacia el extremo del callejón.
Al final escribió con letras de molde: el gato.
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