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México D.F. Lunes 13 de septiembre de 2004

Javier Wimer

Las primeras damas

El ajedrez es una guerra entre dos matriarcados donde las damas o reinas son los personajes más poderosos del tablero. Tiene la dama todos los movimientos de las otras piezas, excepción hecha del zigzagueante desplazamiento del caballo, y la ventaja adicional de actuar en nombre de un rey incompetente. Otros caminos ha tomado nuestra civilización, pues, aunque es larga la lista de mujeres que han mostrado la garra necesaria para gobernar, resulta indudable que el varón ha mantenido un casi total monopolio del poder y que, por regla general, la mujer solamente ha podido acceder al primer plano de la política por mecanismos de intermediación dinástica.

Durante los últimos años las cosas han cambiado, pero no tanto. Varias mujeres han sido presidentas o primeras ministras en distintas partes del mundo, pero únicamente en las democracias parlamentarias del norte en Europa existe una cultura política que elimina el prejuicio de género en la contienda electoral. En el resto del planeta persiste la práctica de elegirlas a partir de sus vínculos con próceres o familias patricias. Es una situación semejante a la que tuvieron en la España del siglo XVIII, cuando Felipe V promulgó la ley sálica que sólo admitía a una mujer en la sucesión del trono cuando no había heredero varón por la línea directa o colateral.

En nuestro país y en el marco de una tradición machista, que pierde batallas pero no la guerra, la posición más alta y de mayor influencia a que podía esperar una mujer era convertirse en la esposa del Presidente de la República o, dentro del ámbito local, en esposa del gobernador. El deber principal de las primeras damas era encarnar las virtudes hogareñas de la mujer mexicana: la lealtad al cónyuge en grado de abyección y el amor a los hijos como pasión patriótica.

Este papel esencialmente simbólico estaba de acuerdo con su condición de mujer, carente, como las otras mexicanas, del estatuto ciudadano. En la Historia de la Constitución, de Palavicini, puede advertirse el menosprecio que los diputados al Congreso Constituyente de 1916-1917 sentían por las cualidades intelectuales de las mujeres, y su firmeza para negarles la ciudadanía y el derecho al voto en la misma sesión en que, por cierto, se aprobó el derecho al sufragio universal.

La reforma constitucional de 1953 reconoció la plenitud de los derechos políticos de la mujer y abrió la puerta para que ocupara altos cargos de representación popular. Así llegamos a tener dos espléndidas gobernadoras: Griselda Alvarez y Beatriz Paredes, y así comenzó a prosperar el número de las senadoras y de las diputadas federales. Por su parte, las primeras damas adquirieron mayor presencia pública, pero ninguna pretendió, hasta ahora, quedarse con el puesto de su marido.

Por eso resultan novedosas las aspiraciones sucesorias que han tenido o tienen la esposa del Presidente de la República y las esposas de los gobernadores de Tlaxcala y de Nayarit. En contra de dicha posibilidad se manifiesta una parte consistente de la opinión pública, pero debe decirse que este tipo de sucesión no está prohibida constitucionalmente, ya que el vínculo matrimonial no figura entre los impedimentos que señala el artículo 82.

La candidatura es legal, aunque tenga un deslumbrante aire de ilegitimidad, y su prohibición resultaría forzada a pesar de que pudiera interferirse de un orden constitucional que se funda en el principio de equidad. Dicho principio inspira al propio artículo 82 que llega al extremo de invalidar la candidatura a la Presidencia de un modesto "jefe o secretario general de departamento administrativo", cuya influencia no puede compararse con la que tiene una primera dama.

Para inhibir tales candidaturas, como aconseja la razón democrática, bastaría con agregar el impedimento del vínculo matrimonial a la lista ya existente, pero esta solución, en apariencia fácil, obligaría a restringir los derechos políticos de toda la parentela del Presidente. Desde los hermanos mayores y las hermanas menores hasta los hijos de los yernos y de las nueras. Un universo genealógico tan vasto y complejo como el negativo fotográfico de un sistema dinástico. Aun así la trama siempre resultaría insuficiente para sortear las trampas del nepotismo y de las candidaturas carismáticas.

Soy contrario a los excesos normativos, más propios de las dictaduras que de las democracias, y creo que los partidos políticos son los únicos que deben y pueden controlar las demasías del afecto familiar, como ha hecho ahora el Partido de la Revolución Democrática y como probablemente lo hará mañana Acción Nacional.

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