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México D.F. Sábado 7 de agosto de 2004 |
Levantar la mira
El
secretario de Gobernación, cuya función consiste en hacer
política, eliminar los roces entre las facciones, mediar cuando
sea necesario e instalar un clima de calma y raciocinio que impida la exacerbación
de las pasiones, se arremangó en cambio y subió al ring en
el que Andrés Manuel López Obrador combate contra los pretextos
mediante los cuales el gobierno federal y sus opositores pretenden desaforarlo
y sacarlo de la disputa por la Presidencia en 2006. Al declarar que el
jefe de Gobierno del DF debía responder "como hombrecito", en efecto,
Santiago Creel no sólo rebajó el debate a pleito callejero
y lo envolvió en la cultura machista de baja estofa que debería
tratar de erradicar, sino que también agudizó el conflicto
entre dos poderes institucionales y lo sacó del terreno judicial
y político donde, con argumentos y objetividad, debía ser
tratado. O al secretario le saltaron los nervios -cosa deplorable y que
no debería permitirse una persona en ese puesto- o no conoce -no
creemos que así sea- otra clase de respuesta que el desafío
de cantina.
Por su parte, el Presidente de la República, que
debería velar por la Constitución y por mantener buenas relaciones
con los otros dos poderes, criticó a los diputados que votaron contra
su reforma a la Ley del Seguro Social -por otra parte, inconstitucional
y antiobrera-, olvidando que perseguir a legisladores por sus actos y declaraciones
en el ejercicio de su función es violatorio de la ley y un grave
atentado a la independencia del Poder Legislativo. El ciudadano Vicente
Fox tiene, por supuesto, todo el derecho de opinar desfavorablemente sobre
las posiciones de sus opositores, pero el mandatario debe salvaguardar
su cautela y el prestigio de su cargo, y pensar maduramente antes de formular
abruptamente opiniones más propias de un autócrata que mal
tolera las críticas que de un presidente republicano.
Inquieta que en los círculos gubernamentales reine
tal nerviosismo y sentimiento de acoso, porque el mismo vela las mentes
de los gobernantes y les quita la necesaria serenidad para ejercer sus
funciones. Preocupa igualmente la reducción de la política
al nivel de pleito callejero cuando el país necesita una discusión
de altura, franca, abierta, con argumentos y en el respeto de la ley, sobre
los grandes problemas que están en el candelero. ¿Cómo
se puede decir, por ejemplo, sin una discusión seria en el Congreso
y en la sociedad, que el gobierno también pretende modificar los
regímenes de pensiones de otros gremios, como hizo con el del Seguro
Social, volviendo a prescindir del hecho de que esos regímenes son
el resultado de contratos de trabajo entre las partes y tienen valor de
ley, lo que hace que no puedan ser modificados por terceros? Parecería
que, a medida que la fatídica fecha de las próximas elecciones
presidenciales se acerca, aumentase en los círculos palaciegos la
tendencia a no reparar en medios con tal de preservar el poder. Pero el
vapuleo a la política y a la Constitución, por una parte,
las deja del lado de quienes el gobierno quiera apartar de su camino y,
por otra, estrecha peligrosamente los márgenes de la legalidad y
la democracia. Hoy, más que nunca, es necesario levantar la mira.
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