México D.F. Domingo 20 de junio de 2004
Bocas del tiempo
Eduardo Galeano
Ventanas
Durante
el periodo venturoso de gestación del nuevo libro de Eduardo Galeano,
los lectores de La Jornada conocieron uno a uno esos relatos brevísimos,
"cuando eran hilos sueltos -explica el autor- y todavía no formaban
parte de una trama común", en la columna semanal Ventanas,
que Galeano, colaborador de La Jornada, abrió cada ocho días
en estas páginas. El libro se titula Bocas del tiempo y empezará
a circular este lunes en México, bajo el sello de Siglo Veintiuno
Editores, con cuya autorización damos a conocer, a manera de adelanto
para nuestros lectores, que son los de Eduardo Galeano, aquellos textos
ya modificados para su formato de libro. Las viñetas que acompañan
estos relatos están incluidas en ese mismo volumen.
Las trampas del tiempo
SENTADA DE cuclillas en la cama, ella lo miró
largamente, le recorrió el cuerpo desnudo de la cabeza a los pies,
como estudiándole las pecas y los poros, y dijo:
-Lo único que te cambiaría es el domicilio.
Y desde entonces vivieron juntos, fueron juntos, y se
divertían peleando por el diario a la hora del desayuno, y cocinaban
inventando y dormían anudados.
Ahora este hombre, mutilado de ella, quisiera recordarla
como era. Como era cualquiera de las que ella era, cada una con su propia
gracia y poderío, porque esa mujer tenía la asombrosa costumbre
de nacer con frecuencia.
Pero no. La memoria se niega. La memoria no quiere devolverle
nada más que ese cuerpo helado donde ella no estaba, ese cuerpo
vacío de las muchas mujeres que fue.
La flauta mágica
ANDABA POR las calles el médico sanador
de los instrumentos que habían perdido el corte o el recorte.
El pie del afilador hacía girar la rueda de esmeril,
que arrancaba una lluvia de chispas a las hojas de cuchillos, navajas y
tijeras. Los chiquilines del barrio, un enjambre de admiradores, éramos
el público del espectáculo.
Como el organito anunciaba al barquillero, la flauta era
el pregón del afilador.
Los vecinos decían que si uno estaba pensando en
algo y escuchaba el son de esa flauta, cambiaba de opinión en el
acto.
Ya casi no quedan afiladores en las calles de las ciudades,
ya sus flautas no se meten por las ventanas. Otros sones suenan, músicas
del miedo, y mucha es la gente que cambia de opinión en un instante.
La canción
PRAGA ESTABA muda.
En la esquina donde la calle Celetná se abre a
la gran plaza de la Ciudad Vieja, una voz rompió, de pronto, el
silencio de la noche.
Desde su silla de inválida, clavada en el empedrado,
una mujer cantó.
Yo nunca había escuchado una voz tan bella y tan
rara, voz de otro mundo, y me pellizqué el brazo. ¿Estaba
dormido? ¿En qué mundo estaba?
Me contestaron unos muchachos, que aparecieron a mis espaldas:
se burlaron de la paralítica cantora, la imitaron riendo a carcajadas,
y ella se calló.
La mar
RAFAEL ALBERTI ya llevaba casi un siglo en el mundo,
pero estaba contemplando la bahía de Cádiz como si fuera
la primera vez.
Desde una terraza, echado al sol, perseguía el
vuelo sin apuro de las gaviotas y de los veleros, la brisa azul, el ir
y venir de la espuma en el agua y en el aire.
Y se volvió hacia Marcos Ana, que callaba a su
lado, y apretándole el brazo dijo, como si nunca lo hubiera sabido,
como si recién se enterara:
-Qué corta es la vida.
El baile
HELENA BAILABA dentro de una caja de música,
donde las damas de miriñaque y los caballeros de peluca gritaban
y hacían reverencias y seguían girando. Aquellos trompos
de porcelana eran un poco ridículos pero simpáticos, y daba
placer deslizarse con ellos en la espiral de la música, hasta que
en una voltereta Helena tropezó, cayó y se rompió.
El golpe la despertó. El pie izquierdo le dolía
mucho. Quiso levantarse, no podía caminar. Tenía el tobillo
muy inflamado.
-Me caí en otro país -me confesó-
y
en otro tiempo.
Pero no se lo dijo al médico.
El cantor
CUANDO ALFREDO Zitarrosa murió en Montevideo,
su amigo Juceca subió con él hasta los portones del Paraíso,
por no dejarlo solo en esos trámites. Y cuando volvió, Juceca
nos contó lo que había escuchado.
San Pedro preguntó nombre, edad, oficio.
-Cantor -dijo Alfredo.
El portero quiso saber: cantor de qué.
-Milongas -dijo Alfredo.
San Pedro no conocía. Lo picó la curiosidad,
y mandó:
-Cante.
Alfredo cantó. Una milonga, dos, cien. San Pedro
quería que aquello no acabara nunca. La voz de Alfredo, que tanto
había hecho vibrar los suelos, estaba haciendo vibrar los cielos.
Y Dios, que andaba por ahí pastoreando nubes, paró
la oreja. Y contó Juceca que ésa fue la única vez
que Dios no supo quién era Dios.
Historia del arte
-¡MIRA, papá! ¡Bueyes!
Marcelino Sautuola echó atrás la cabeza.
Y a la luz del farol, vio. No eran bueyes. En el techo de la caverna, manos
maestras habían pintado bisontes, ciervos, caballos y jabalíes.
Poco después, Sautuola publicó un folleto
sobre esas pinturas que había encontrado, de la mano de su hija,
en la cueva de Altamira. Eran, según él, obras prehistóricas.
De todas partes acudieron espeleólogos, arqueólogos,
palentólogos, antropólogos: nadie le creyó. Se dijo
que el autor de las pinturas era un artista francés, amigo de Sautuola,
o algún otro chistoso de la vanguardia estética europea.
Después, se supo. Aquellos remotos cazadores del
paleolítico no sólo habían perseguido a los animales.
Por conjuro contra el hambre y contra el miedo, o por el puro y simple
porque sí, también habían perseguido a la belleza
que huía.
Los juegos del tiempo
DIZQUEDICEN QUE había una vez dos amigos
que estaban contemplando un cuadro. La pintura, obra de quién sabe
quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de
cosecha.
Uno de los dos amigos, quién sabe por qué,
tenía la vista clavada en una mujer, una de las muchas mujeres que
en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el
pelo suelto, llovido sobre los hombros.
Por fin ella le devolvió la mirada, dejó
caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe cómo,
se lo llevó.
El se dejó ir hacia quién sabe dónde,
y con esa mujer pasó las noches y los días, quién
sabe cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de
allí y lo devolvió a la sala donde su amigo seguía
plantado ante el cuadro.
Tan brevísima había sido aquella eternidad
que el amigo ni se había dado cuenta de su ausencia. Y tampoco se
había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres que
en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba, ahora,
el pelo atado en la nuca.
El colibrí
EN
ALGUNOS caseríos perdidos en los Andes, los memoriosos se acuerdan
de cuando el cielo estaba montado sobre el mundo.
Teníamos al cielo tan encima que la gente caminaba
agachada, y no podía enderezarse sin darse un cocazo. Las aves se
echaban a volar y en el primer aleteo se chocaban contra el techo. El águila
y el cóndor arremetían con todos sus ímpetus, pero
el cielo no se daba por enterado.
El tiempo del aplastamiento del mundo terminó cuando
un relampaguito bailandero se abrió paso en el poco aire que había.
El colibrí pinchó el culo del cielo con su pico de aguja
y a los pinchazos lo obligó a subir y a subir y a subir hasta las
alturas donde ahora está.
El águila y el cóndor, aves poderosas, simbolizan
la fuerza y el vuelo. Pero fue el más chiquito de los pájaros
quien liberó a la tierra del peso del cielo.
El tiempo
SOMOS HIJOS de los días:
-¿Qué es una persona en el camino?
-Tiempo.
Los
mayas, antiguos maestros de esos misterios, no han olvidado que hemos sido
fundados por el tiempo y estamos hechos de tiempo, que de muerte en muerte
nace.
Y saben que el tiempo reina y se burla del dinero que
quiere comprarlo,
de las cirugías que quieren borrarlo,
de las píldoras que quieren callarlo
y de las máquinas que quieren medirlo.
Pero cuando los indígenas de Chiapas, que se habían
alzado en armas, iniciaron las conversaciones de paz, uno de los funcionarios
del gobierno mexicano puso los puntos sobre las íes. Señalándose
la muñeca, y señalando las muñecas de los indios,
sentenció:
-Nosotros usamos relojes japoneses y ustedes también
usan relojes japoneses. Para nosotros son las nueve de la mañana
y para ustedes también son las nueve de la mañana. Ya déjense
de fastidiar con esta cosa del tiempo.
|