México D.F. Domingo 20 de junio de 2004
Rolando Cordera Campos
Tiempo de canallas: para que no llegue
Estar en el mundo y vivir a su ritmo ha sido siempre ambición legítima de los mexicanos. Pero nunca como ahora habíamos topado de manera tan brutal con las barreras mentales e institucionales erigidas aquí adentro para consumar dicha empresa.
Ironía cruel e implacable si se considera el gran costo social y productivo de la apertura comercial y financiera de los lustros recientes y, ahora, el enorme flujo de lo mejor de México hacia Estados Unidos: un bono demográfico "golondrina" que no es compensado con los 15 mil millones de dólares que el país recibirá este año por concepto de remesas de los trabajadores mexicanos en el exterior. En todo caso, la cifra da cuenta de lo que México pierde y ha perdido por esa huida. El "mudarse por mejorar" de nuestro clásico se vuelve hoy fuga permanente y creciente de esfuerzos, talentos y disposición al riesgo cuando más se les necesita aquí dentro.
Nos quedamos atrás y corremos el peligro de quedarnos solos. Y no sólo en materia de comercio o inversiones, sino también en lo que al final más cuenta: la cultura, la identidad cívica que sólo se da en la democracia y por el cultivo asiduo de la memoria y de la historia, en la creación incesante de lazos de solidaridad social y contextos para la creación y despliegue de capacidades y ambición individual de progreso. Por el contrario, lo que prima es el delito organizado y en la política la barandilla del juzgado. Ciudad Gótica sin Batman.
El mundo no espera, pero los esfuerzos de los ocho grandes, siete ricos y un pobre con dientes nucleares, no son suficientes para dotarlo de rumbo. Las pretensiones refundadoras de Bush el joven se estrellan ante sus propios delirios y excesos y el bloque fundamentalista-plutocrático instalado en la Casa Blanca es visto por muchos, George Soros entre ellos, como el principal enemigo de Estados Unidos.
La elección de noviembre será todo menos tersa. Lo que se juega trasciende los intereses petroleros atrincherados en Washington, porque lo que al parecer se ha puesto en cuestión es la sustancia misma de la democracia americana. No ahora, sino desde que Bush llegó al poder con votos de la Suprema Corte y la manita nada invisible de su hermano Jeb.
Después de aquel bizarro triunfo, vino el 11 de septiembre y el vertiginoso cambio de signo de una política exterior ofrecida como moderada, compasiva y comprensiva del mundo en su conjunto. En vez de ello se da la guerra de invasión, se pone contra la pared a la ONU y se viola sin recato la legalidad internacional. El planeta y desde luego nosotros, vecinos sin escape, pagamos ya los costos que nos impone este gran mecano violento y arrasador en que se ha convertido la patria de Lincoln y Roosevelt en un santiamén diabólico.
Tomar nota de los vuelcos del mundo y de las turbulencias in crescendo de Estados Unidos es asunto mayor de nuestra democracia, tan nueva como vapuleada en sus pocos años de estreno. Sin una definición estratégica, emanada del mandato constitucional pero que se ponga a la altura del riesgo y del conflicto en curso, México quedará a expensas de lo que ocurra más allá de sus fronteras y las coordenadas político-ideológicas con las que quiso inaugurar el milenio y confirmar su presencia en el nuevo mundo de la globalidad perderán validez y eficacia.
Las coordenadas en peligro son la democracia representativa y una economía abierta y de mercado, amarrada al mercado mundial pero también a la dinámica de la inversión privada. Tal fue el diseño que se impuso al calor de las crisis y del cambio estructural, y ese fue el marco de referencia para todos los actores políticos constituidos al entrar el PRI-gobierno en su fase final y de caída casi libre durante el gobierno del presidente Zedillo.
Como coordenadas ordenadoras del litigio político y por el poder, y como referencia maestra para los contendientes, siguen ahí, pero sus promesas no se han concretado en lo que va del siglo. Es esta ausencia lo que corroe nuestra inserción en la economía política mundial que hemos buscado desde 1989.
Es claro que los linderos entre lo externo y lo interno se diluyen a medida que avanza la globalización y se impone en ella el factor seguridad, producto del terrorismo y de la guerra de invasión. También se ha hecho evidente la dificultad que tiene el mundo de hoy para encontrar nuevas mojoneras entre lo público y lo privado, una vez que las fantasías neoliberales se mostraron eso, delirios en la búsqueda de un hombre nuevo hecho de maximización e individualismo a ultranza. Y en este escenario incierto y leve sí que somos contemporáneos del resto del globo.
Sin embargo, lo que apremia no es el regodeo resignado con nuestras desventuras, sino la recuperación y "nacionalización" de aquellas coordenadas para que México y su democracia se afirmen en el mundo como experiencia histórica singular, capaz de dar a sus modos de subsistir y progresar un valor apreciable para todos. Es decir, una expectativa de vida individual y colectiva que a la vez que nos permita pensarnos como ciudadanos del mundo no nos expulse del territorio en masa, en pos de un triste remedo de confort, seguridad e ingreso mínimo.
Votar en el exterior, debería tener su contraparte en un voto recio por el interior, por sus posibilidades y capacidades. Sería una buena alternativa al torpe espectáculo parroquial de estos meses de bochorno, antes de que nuestros tiempos, de crisis y problemas, se vuelvan tiempos de canallas, como lo anuncian ominosamente los crímenes de a de veras de estos días.
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