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México D.F. Sábado 19 de junio de 2004
Carlos Monsiváis
La generosidad del historiador
ƑEs válido calificar al hijo predilecto de Coscomatepec, de ''promotor cultural"? Enrique Florescano ha sido eso, entre otras de sus tareas, pero su identidad (su razón profesional de ser) es la historia, y esta vocación primordial ilumina los otros quehaceres. Desde joven, al tiempo que construye su obra, Florescano alienta a sus compañeros y alumnos a hacer lo propio, e impulsa empresas colectivas. Esto lo lleva a dirigir el Departamento del INAH, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y la Dirección de Proyectos Especiales del Conaculta. Si no ha sido un líder de opinión en el sentido usual, es clásicamente, un promotor entusiasta y eficacísimo de la trasformación de las opiniones en juicios razonados.
En la década de 1960 Florescano inicia su trabajo profesional, junto con Alejandra Moreno Toscano, a la que apenas menciono para no adelantar mi texto en el homenaje que le debemos. Entonces, en la sede monopólica del saber nacional, la ciudad de México, la vida cultural se concentra en unas cuantas editoriales (el Fondo de Cultura Económica, Porrúa, Robredo), en las obras y las presencias de autores eminentes, y en la UNAM como el espacio por excelencia del conocimiento. No se habla de ''vida académica" sino después de 1968. Las figuras centrales representan los valores culturales y los estilos de diálogo posible: Daniel Cosío Villegas, Francisco de la Maza, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Silvio Zavala, Luis Villoro, Luis González y González (el maestro cuyas tertulias le resultan a Florescano una formación en sí misma). Muy cerca, la clásica junta de sombras, en donde intervienen como lecturas Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Manuel Toussaint.
Y lo de siempre, desde luego, lo nacional es siempre una vía de interpretación y acceso al conocimiento de todas partes. Desde fuera todo parece protocolario y todo es ritual, tal vez porque lo académico es todavía lo propio de los notables, no de las instituciones de enseñanza superior.
Un estilo agoniza sin estruendo. Esta Ciudad Letrada, de ''mandarines", como le gusta decir a Florescano, es sumamente jerárquica, fija con parsimonia sus tablas valorativas (la palabra parsimonia es el espejo adecuado para reflejar sus actitudes), y envuelve a los creadores importantes con el elogio abrumador que es el anticipo del olvido. Pero, debe recordarse, mucho se le debe al esfuerzo de estas generaciones, muy destacadamente en las regiones, y el ejemplo claro es el de la aún llamada provincia, en especial la Universidad Veracruzana, tan central para Florescano, con el gran antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán.
Durante un tiempo, Florescano se atiene a la formación ortodoxa, vive la gran experiencia de El Colegio de México, hace el posgrado en París (esto, de acuerdo a los criterios de hoy, es su signo más visible de anacronismo), y al regresar establece una de sus prioridades: promover el encuentro o la alianza entre los intelectuales públicos y el desarrollo académico. 68 no ha sido en vano, y entre los cambios a la vista uno, primordial, es la democratización del ánimo que, para empezar, flexibiliza al trato entre maestros y estudiantes. Florescano vislumbra una nueva Ciudad Letrada o, más específicamente, Letrada y Académica, que entrevera la investigación rigurosa y la literatura, la enseñanza y el periodismo crítico, las disputas por la nación y las redes cubiculares. Entra en crisis la idea piramidal de la Academia, aunque se fortalece el desbordamiento burocrático.
A lo largo de tres décadas se afinan y se intensifican el entusiasmo y las preocupaciones de Florescano (nunca el uno sin las otras, lo suyo es, por así decirlo, el manejo del júbilo al filo de la tormenta). Examina con seriedad entonces inconcebible el crecimiento de la industria académica (término que no lo complace en demasía), la dispersión de las investigaciones sin espacios adjuntos de convivencia y debate, la desvinculación profunda entre lo mucho que se publica y lo poco que se lee, la técnica, justa e injusta, para elegir los prestigios.
El Departamento de Investigaciones Históricas es su primer ensayo fructífero de empresa colectiva. En el Castillo de Chapultepec, el doctor Florescano impulsa nuevos caminos de la investigación, promueve un grupo de discusión sabatina de primer orden (entre los ponenciadores recuerdo ahora a Carlos Pereyra, Guillermo Bonfil, Arturo Warman, Luis Villoro, Pablo González Casanova, Arnaldo Córdoba, Rolando Cordera, Carlos Tello Macías, Hector Aguilar Camín, Alejandra Moreno Toscano, José Blanco). Las discusiones son álgidas y, no hace falta decirlo, las conclusiones no aparecen, porque la intención es crear una atmósfera intelectual abierta, que aproveche las lecciones críticas del 68, y proponga materiales no dogmáticos para las universidades de masas. (Esto, en el momento de ''Por mi raza hablará el volante") Florescano organiza, convoca, distribuye textos, se alegra al punto de poner brevemente en crisis mi optimismo. De esos años y esas reuniones salen libros de influencia no prevista: México Hoy, Historia para qué, y surge un espacio de confluencia de académicos de la UNAM, El Colegio de México, el INAH, la UAM (Mira que vivíamos dentro de un diseño utópico sin darnos cuenta). La tendencia es inequívoca, de izquierda democrática, en un buen número de casos, de formación marxista. Florescano, braudeliano, divulga cada sábado su más reciente lectura indispensable -él lo ignora, pero le debo una buena parte de mis sentimientos de culpa a propósito de los libros formidables que debí haber leído.
Florescano, el incansable. Crea seminarios, asesora tesis a pesar de que sí las lee, apoya la publicación de libros, dirige una gran colección, SepSetentas, que pasa convenientemente inadvertida y que es ahora una fuente valiosísima de consulta. Y prosigue su obra personal sin darse tregua alguna. (A veces imagino que la parte posterior de su auto es en realidad un cubículo lleno de libros, y que en su viaje a Cuajimalpa se detiene en bibliotecas de paso, desde luego fundadas por él. Más tarde, la PC concentra el material de consulta).
Una burocracia resentida y rencorosa en el INAH dificulta la empresa cultural de Florescano, pero no la impide ni la frena, ni, tampoco, atenúa en lo mínimo su voluntad comunitaria. Florescano auspicia libros, divulga hipótesis y teorías, no cesa en su buen ánimo, y si se desconsuela inventa otro proyecto. Luego dirige el INAH. Su tregua revisa su trabajo, enfrenta las ideas del pasado (sustentadas por alguien que lleva su nombre) con las interpretaciones nuevas (también de su homónimo, un historiador veracruzano que juega tenis). Memoria mexicana conoce muchas ediciones corregidas y ampliadas porque algo fantástico descubrió su autor ayer revisando a Motolinia o a Fray Diego de Valadés, y porque los símbolos van dejando su sitio a las alegorías que ocultan las metáforas de la nacionalidad que los emblemas revelan. Incansable, Enrique Florescano; obsesivo, Enrique Florescano; productivo y generoso, Enrique Florescano.
Un homenaje es también, y básicamente, la proclamación de las deudas de una comunidad y de muchísimas personas. Desisto ahora del tono distante de la crónica y reconozco, con el alborozo del que paga una deuda con tal de acrecentarla, la enormísima ayuda que me ha brindado Florescano. ''No tengo la culpa", dirá él, y tendré que refutarlo. Sí tiene la culpa de invitarme a sus tareas, a la Historia General de México, a los cubículos y los debates del Castillo. Y si no digo ''Gracias, Enrique, si no fuera por ti etcétera", es por temor de que me encargue otro proyecto.
Hace poco tuve un sueño o un vislumbramiento. Entique Florescano entra al cielo, y conversa con el eterno conserje San Pedro. De pronto le pregunta: ''ƑY qué manuales manejan ustedes de angelología?" El Triple Negador, desconcertado, musita algo sobre lo innecesario de las bibliotecas en un lugar habitado por el saber supremo. Florescano insiste: ''Pero con el tiempo disponible de que gozan, podrían disponer de la mayor colección de tratados, ensayos y estudios sobre la categorización de lo sublime. Nada más piense, mi estimado, en la que aportaría un seminario sobre principados y potestades, con la participación de los mejores teólogos y un número representativo de Sumos Pontífices".
San Pedro murmura algo en el sentido de que no forzosamente los mejores teólogos y todos los Papas habitan las alturas. No lo hubiera dicho. El doctor F se lanza a la carga: ''šEse es un gran tema de investigación! Las causas del ausentismo de los grandes promotores de la fe". Y San Pedro elige devolver al doctor a la tierra para no terminar cuidando la conversión de los santos en doctorantes.
Muchas gracias por todo, Enrique. Que te sea leve nuestra gratitud.
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