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México D.F. Viernes 30 de abril de 2004
La película de Alfonso Arau se estrena
hoy en México, con 430 copias
Zapata: aburrida cual libro de texto y oportunista
como videoescándalo
El sueño del héroe no emociona
al espectador y sólo le provoca somnolencia
Ni la cámara de Vittorio Storaro consigue disimular
la carencia de proyecto cinematográfico
JAIME AVILES
Mistcasting significa en el argot de la farándula
aquello que sucede cuando el director de una obra dramática elige
mal a los actores del reparto. Pero qué se dice cuando todo un elenco
se equivoca de director y trabaja correctamente en una película
que no existe. Eso es lo que acaba de sucederle a la trouppe que
integraron Alejandro Fernández, Jesús Ochoa, Lucero, Patricia
Velázquez, Soledad Ruiz, Alejandro Calva, José Luis Cruz,
Gerardo Martínez El Pichi, Marcial Alejandro -y muchos buenos
comediantes más- para Zapata, el sueño del héroe,
de Alfonso Arau, cinta que hoy se estrena en México con 430 copias.
Pero la más reciente película del viejo
bracero del celuloide, avencindado en Hollywood hace ya muchos años,
es también la primera superproducción de Angel Isidoro Rodríguez,
célebre delincuente de cuello blanco, mejor conocido en el mundo
del hampa como El Divino.
Aburrida
como un libro de historia de la SEP, solemne como una novela de Gogol,
oportunista como un video de Ahumada, predecible como una aventura de Tom
y Jerry y pretenciosa, sobre todo pretenciosa hasta el colmo de la náusea,
el sueño del héroe provocará inevitablemente el sueño
de los espectadores en las butacas.
Fotografiada por Vittorio Storaro (El último
emperador, Bertolucci, 1987), que esta vez realiza su trabajo con solvencia
pero sin inspiración, la cinta tiene su mayor interés visual
en las breves exhibiciones ecuestres de Alejandro Fernández -que
aquí no canta, pero domina el arte de la monta charra con maestría-,
así como en la fugaz aparición de los senos de Lucero, que
por un instante renuncia a la castidad monacal de Televisa y entona dos
estrofas de La Violetera en versión adaptada quizá
por El Divino, que también sale de extra.
El que ha establecido ya una línea de comunicación
directa con el público, y la explota con igual (y en ocasiones monótona)
eficacia, en las numerosas películas que filma cada año,
es Jesús Ochoa, caracterizado ahora como Victoriano Huerta, generalote
mexicano que debido a las deformaciones estéticas de Arau parece
más bien un chico malo dibujado por Walt Disney.
Con una estructura de guión copiada al Ettore Scola
de Nosotros que nos amábamos tanto (1974) -comenzando por
la primera parte de la secuencia final (en este caso la muerte del héroe)
para saltar de inmediato al principio de la trama (en este caso el nacimiento
del héroe)-, el relato corrre en pos de una densidad poética
que jamás alcanzará debido a la vacuidad de la propuesta.
En algunos de sus múltiples desafortunados momentos
-por ejemplo, cuando el héroe salta desde el Tepozteco y emerge
en las aguas del Caribe frente a las ruinas mayas de Tulum-, la película
no oculta las influencias hollywoodenses de su autor, que nos obliga a
escuchar más balazos y explosiones que la CNN cuando transmite las
noticias de Irak, mientras la historia del revolucionario de Morelos se
reduce a una insoportable sucesión de tiros, tal como en La Pasión,
de Mel Gibson, el cristianismo es sólo una simple colección
de golpes de látigo.
Si en la exitosa Como agua para chocolate (1992),
las ambiciones estetizantes de Arau no logran opacar el sólido argumento
de Laura Esquivel, si en Un paseo por las nubes (1995) la fotografía
de Emmanuel Lubezky disculpó la banalidad de la historia compensándola
con las delicias visuales de los viñedos californianos, en Zapata,
el sueño del héroe, el discurso narrativo no emociona
al espectador, tampoco le propone reflexiones estimulantes, ni lo divierte
con sus bromas (es más, le cuenta unos chistes más viejos
que el Papa), y mucho menos lo representa cultural o esperitualmente, pero
la desgracia del proyecto sobreviene porque en realidad no hay proyecto
cinematográfico y la cámara de Storaro, esta vez, no consigue
disimularlo.
Dígase a favor del guión, porque no todo
ha de ser tan malo, que Arau maneja con fluidez teatral el paso del tiempo
en las primeras etapas de la Revolución mexicana, y mete y saca
personajes del panteón nacional, en riguroso orden cronológico,
tal como lo haría, con la misma capacidad de observación,
un empleado de papelería que muestra y guarda las estampitas biográficas
de Díaz, Madero y Villa, a pedido de un niño educado en Nintendo
que nunca, tal vez, leerá un libro: eran datos que necesitaba para
hacer un trabajo de quinto de primaria y había que ponerlos y ya.
Así que ahí están, para que entendamos la secuencia
del tiempo histórico y podamos calcular cuántos rollos faltan
todavía antes de que regresemos a Chinameca a presenciar la emboscada
inevitable.
Si la Frida de Salma Hayek (2002) fue la primera
expropiación cinematográfica de un mito mexicano moderno,
de alto rendimiento en el mercado internacional, este Zapata...
parece ser la segunda, por lo menos en grado de tentativa. Pero el enfoque
"novedoso" del Emiliano Zapata místico, gobernado por una sacerdotisa
nahuatl -excusa para eludir la mínima alusión al vínculo
entre el pasado y el presente de México-, evoca de algún
modo la relación de dependencia esotérica que sostiene Arau
con una conocida astróloga que lo guía por los senderos de
la magia.
Fábula para niños de pecho con estructura
de teatro guiñol, Zapata, el sueño del héroe,
no oculta su doble e innoble propósito: explotar la popularidad
mundial del EZLN y limpiar el nombre de El Divino, caritativa labor
a la que, la noche del pasado martes en el Auditorio Nacional, se prestó
el jet set vernáculo, vestido inmodestamente de gala para
celebrar el retorno del delincuente.
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