México D.F. Viernes 13 de febrero de 2004
Horacio Labastida
Negros días y amanecer esperanzador
Con el auxilio sabio de mi cardiólogo Alejandro Quintero Novella y sus colegas salté los peligros a que me arrojaron las angostadas coronarias de mi corazón. La recuperación no ha sido fácil, pero sí creciente y hoy me apercibo mejor que ayer, bien dispuesto a reanudar batallas por el movimiento revolucionario mexicano, cargado de justicia y bien común desde que Miguel Hidalgo y José María Morelos organizaron la insurgencia redentora de 1810.
Mi dura experiencia en el hospital, donde estuve rodeado del amor de mi esposa Julia, aliento vital infinito, descubriome una germinal evidencia advertida mucho antes. Cierto, la muerte personal no es un problema trascendental; no, el problema trascendental es la vida digna que cultiva valores supremos del hombre y se esfuerza por unir la verdad con el bien.
Ciencia sin moral significa la bomba atómica capaz de destruir pueblos enteros en unos cuantos segundos, según ocurrió en Hiroshima y Nagasaki en el trágico agosto de 1945, año éste en que Henry Truman cargó con la responsabilidad de genocidio. Las espesas nieblas que cubrieron al mundo después de aquel repugnante acontecimiento esparcieron un pesimismo universal angustioso e impotente. La humanidad creía haber dejado de ser humanidad para convertirse en gigantesca manada bestial, y en esta atmósfera ocurrió lo que tenía que ocurrir en Estados Unidos.
El boom de riqueza que originó la posguerra, alimentado en los grandes negocios financieros reconstructores de un mundo arrasado y altamente provechoso para las corporaciones multinacionales, estimuló los auges en que vivieron los estadunidenses en los dos periodos administrativos del mencionado Truman, antecesor de Dwight D. Eisenhower (1953-61), cuya doctrina, anunciada en 1947 frente a las guerrillas comunistas de Grecia y los préstamos del Tío Sam a este país y a Turquía, declaró sin recato alguno que Norteamérica apoyaría a cualquier país que se viera en peligro de sufrir regímenes totalitarios.
No olvidemos que en este año puso en acción el Plan Marshall, y que en 1948 la URSS bloqueó la transportación de agua a Berlín Oeste, con el propósito de que los aliados abandonaran la vieja capital germana. Y en ese tenso ambiente internacional y en situaciones internas de temor de los ricos por perder sus enormes tesoros saltaron las prédicas (principios de los años 50 y hasta 1954) de Joseph R. McCarthy al denunciar el riesgo en que se hallaba Estados Unidos de caer en manos comunistas, manos éstas infiltradas en los más altos cargos gubernamentales.
De acuerdo con la ley McCarren (1950) se exigió que toda organización comunista se registrara en el Departamento de Justicia, a consecuencia del resonante caso Alger Hiss, acusado de haber sido agente soviético en el Departamento de Estado durante la Segunda Guerra Mundial. Sacando el jugo de estos antecedentes y utilizando las aportaciones que le hacían los círculos ultraconservadores de la elite acaudalada, McCarthy montó en el Senado su tribunal de la inquisición, destinado a investigar e incriminar por igual a ciudadanos que a miembros del Estado, procedimientos sucios que modelaron el autoritarismo totalitario conocido como macartismo. Su caracterización es obvia: representa la verdad única revelada y consecuentemente la exclusión del pensamiento crítico identificado con las fuerzas del mal llamadas comunistas; además, el macartismo nunca fue ajeno al uso, en su caso, de un poder militar preventivo contra el potencial o real enemigo de la democracia y libertad.
Viene a cuento ahora el macartismo porque su pretensión de verdad única junto con las enarboladas en Estados Unidos desde la época de los know-nothing y los ku klux klan hasta la Sociedad Birch y George Wallace, así como otros más recientes extremismos brutales, constituyen la atmósfera en que se nutre el actual neonazismo de George W. Bush y sus colaboradores, sin olvidarse por supuesto que atrás de este gengiskanismo se hallan los intereses opresivos y explotadores de un capitalismo trasnacional que sueña metamorfosear el planeta en una enorme maquiladora donde no haya filósofos y sí el trabajo servil y mecanizado de los habitantes del mundo.
En este asfixiante medio nos hallamos en un México que el foxismo busca convertir en south-texas, al propiciar la integración del país de Washington. Pero el contagio no ocurrirá. En los momentos de mayor dolor se renuevan las esperanzas y sin duda la vida mexicana reflorecerá inspirada en la democracia verdadera y la justicia social.
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