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México D.F. Domingo 18 de enero de 2004
SANGRE Y MUERTE EN IRAK
A
la fecha, son ya más de 500 los soldados estadunidenses muertos
en Irak desde el fin de las hostilidades y el comienzo de la ocupación
impuesta por George W. Bush y su camarilla en el poder. Esa cifra revela,
en primer término, que la guerra en esa nación árabe
no ha culminado y que la resistencia iraquí, aunque fragmentada
en numerosas facciones a veces antagónicas, ha sido capaz de hacer
frente a las potencias ocupantes en su lucha por la independencia de su
patria. Las afirmaciones en el sentido de que las guerrillas que operan
en Irak estaban coordinadas por Saddam Hussein se han mostrado falsas y,
en cambio, las evidencias de que el pueblo iraquí, al margen de
los remanentes del régimen anterior, repudia y, frecuentemente,
combate con vigor la ocupación de su país, son patentes.
Por otra parte, las continuas bajas estadunidenses en
Irak comprueba hasta dónde el gobierno de Bush está dispuesto
a llevar sus ambiciones de hegemonía global. Para beneficio de las
grandes trasnacionales estadunidenses y de su propio clan político,
que obtendrán ingentes beneficios del saqueo de la riqueza iraquí,
los actuales ocupantes de la Casa Blanca no han dudado en conducir a la
muerte a medio millar de sus compatriotas en el contexto de una guerra
injusta y de carácter imperial.
Con el argumento de abatir el terrorismo y lograr una
situación de seguridad mundial -posibilidad que, a la luz de la
política actual de Washington, no sería sino un indeseable
estado policiaco a escala internacional-, el gobierno de Bush ha conducido
su invasión a Irak, movido por un cínico afán de lucro
y dominación global en el que los muertos, sean jóvenes soldados
estadunidenses, milicianos árabes, efectivos de otras nacionalidades
en "misión humanitaria" o simples civiles inocentes, se inscriben
tan sólo en los apartados de las pérdidas de guerra,
las bajas colaterales o la carne de cañón.
En este contexto, cabe preguntarse cuántas personas
más serán abatidas antes de que cese el delirio imperial
de Bush. Por lo que toca al mandatario estadunidense, todo indica que esa
cifra seguirá incrementándose indefinidamente, en tanto la
ocupación de Irak le sea útil para culminar la rapiña
del patrimonio iraquí o le provea de dividendos políticos
o geoestratégicos. Pero para los pueblos del mundo resulta imperativo
exigir el cese inmediato del totalitarismo de Washington, la liberación
de Irak y la retirada de los ejércitos ocupantes de esa nación,
pues está en juego, en gran medida, el escenario futuro de las relaciones
y el derecho internacionales.
Finalmente, la sociedad estadunidense deberá valorar
si la ambición y el desenfreno de Bush y sus secuaces deben seguir
siendo abonados con la sangre y el dolor de sus ciudadanos. Por ello, resultaría
deseable que, como aconteció hace más de tres décadas
ante la sinrazón de la guerra de Vietnam, el pueblo del vecino país
despierte del doloroso trance originado por los atentados terroristas del
11 de septiembre de 2001 -perversamente aprovechados por los actuales inquilinos
de la Casa Blanca- y demande el fin de la ocupación y del saqueo
de Irak y la terminación del sacrificio de sus propios jóvenes
en una guerra criminal e injusta.
En este sentido, las elecciones presidenciales en Estados
Unidos, a relizarse a finales de año, serán cruciales no
sólo para la definición de la ruta que seguirá la
única superpotencia del orbe sino, también, para establecer
si la humanidad entrará a una nueva y perturbadora etapa de guerra,
depredación y barbarie o si será posible preservar y robustecer
los valores de la paz, los derechos humanos, la legalidad internacional,
el respeto entre las naciones y la primacía de la civilización.
El gobierno de Bush y sus aliados parecen inclinarse por la primera posibilidad;
la inmensa mayoría de la humanidad avala y anhela la segunda.
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