.. |
México D.F. Domingo 18 de enero de 2004
Guillermo Almeyra
Los símbolos fuertes
Los símbolos llenan nuestra vida cotidiana, conforman los parámetros en los que vivimos, expresan las relaciones de poder así como los cambios en las mismas. Buena parte de la política, además, es símbolo. Símbolos son la corona, el cetro y el manto de armiño de los monarcas, generalmente advenedizos o resultantes de acuerdos con el fascismo (como el Borbón Juan Carlos, ahijado de Franco); símbolos son la banda presidencial y el trono republicano y, en países como Argentina, el Te Deum, esa misa solemne que pone a Dios de guardaespaldas de un Menem o de los dictadores. Símbolos oprimentes-cadenas que someten al poder a los incautos ciudadanos- son las enormes banderas, tanto más grandes cuanto menor es la soberanía nacional, los himnos nacionales cantados en cada momento, las graves o marciales estatuas, más o menos barbadas, que llenan las plazas en las ciudades, o las placas con nombres de personajes públicos que establecen una especie de linaje político al abierto para formar y encuadrar al transeúnte. Símbolos de poder son también otros, los títulos o los nombres impuestos por la cortesía, es decir, por las relaciones de corte. Por eso es significativo siempre ver los cambios profundos en la subjetividad de los dominados que se expresan por su liberación, su "insolencia" (según los conservadores), en las costumbres y los tratos de la vida diaria o por su nueva visión política de la toponimia urbana.
Por ejemplo, en una parrillada porteña, junto a la Escuela de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova, hoy causa gracia leer dos placas, que fueron imposiciones del poder en su momento pues son ordenanzas municipales de ignotas localidades del interior: una reza "Prohibido entrar armado y con sombrero" y la otra, modernizadora también, "Prohibido galopar en las calles del pueblo". Los poderes que trataban de preservar y que las dictaron no existen más y aparece entonces ridícula la necesidad de preservar para el Estado el uso de la fuerza y de las armas y, de paso, preservar las jerarquías (ante Dios o el Señor los comunes deben descubrirse y el poder estatal es la combinación de ambos).
Pero no es ridículo, en cambio, quemar la bandera de Estados Unidos en cada manifestación importante. O reunir en pleno centro de Buenos Aires una masiva asamblea barrial, cuando la invasión de Irak, y resolver volver a bautizar la tradicional calle Estados Unidos llamándola ahora Pueblo de Irak y confeccionando con ese fin decenas de placas iguales a las municipales para remplazar en cada esquina las que llevaban el nombre anterior, que fueron destruidas por decenas durante otras tantas cuadras. Ni es ridículo cambiarle el nombre a una plaza que la dictadura había llamado Teniente General Pedro Eugenio Aramburu, en memoria del dictador que en 1955 dirigió la junta militar después de liquidar al gobierno constitucional de Juan Domingo Perón. La plaza, por decisión de otra asamblea popular, se llama ahora 20 de Diciembre. Un símbolo remplaza a otro símbolo: el del levantamiento popular de diciembre de 2001 cuando para acallar las protestas el gobierno decretó el estado de sitio, sustituye así al de la imposición de la mordaza y de la cárcel a los trabajadores del país. Y se hace así otra educación cívica.
Pero estos no han sido los únicos cambios de nombre en la geografía urbana, sino que son, simplemente, aquellos que conozco pues los protagonistas del cambio no tienen forma de hacer público lo que hacen y los poderes, como la municipalidad, no pueden provocar a nadie tratando de restituir los nombres anteriores a calles y espacios públicos y prefieren fingir que son suecos y no se enteran de nada pues hablan otro idioma.
Esto se ha visto, por ejemplo, en el caso de una plaza Coronel Ramón Falcón (el jefe de policía asesino que hizo tirar en un primero de mayo a principios del siglo pasado contra una pacífica manifestación obrera anarquista). Se hizo una consulta casa por casa para optar por un nuevo nombre, escogiendo entre Che Guevara y Simón Radowitzky, un anarquista polaco que con una bomba ajustició al militar fusilador de los peones en huelga en la Patagonia, el siniestro capitán Varela. Ganó el Che, entre otras cosas porque la juventud argentina, que hasta los 1970 conocía más a Radovitzky que a Guevara, ahora ha convertido a éste en símbolo de rebelión juvenil o, en el peor de los casos, lo encuentra como símbolo comercial-cultural de protesta.
Pero no sólo sufren hoy en Buenos Aires los monumentos de piedra y las placas conmemorativas: también caen los monumentos orales, o sea, las convenciones. Es muy interesante, para un viejo como yo, ser tuteado en todo momento por todos y por todas, cualquiera sea su edad y su papel social. El "señor", por no hablar de los ridículos títulos con los que los sapos inflados plebeyos querían o quieren inventar una aristocracia republicana ("licenciado", "doctor", "ingeniero") han desaparecido salvo en el pequeño círculo de los ci-devant, como en la Revolución Francesa, cuando los modos populares imperaban. Eso elimina trabas importantes porque para hablar o pensar no hay que superar las barreras del poder jerárquico aunque, por supuesto, subsistan tanto el poder como las jerarquías... pero ya no en las cabezas.
|