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México D.F. Miércoles 14 de enero de 2004

Javier Aranda Luna

Nuevo Novo

La verdadera muerte de un escritor es el olvido. De nada sirven homenajes, estatuas, bautizar unas calles con su nombre si carece de lectores. Existe el caso de un gran escritor mexicano cuya muerte fue decretada estando vivo. Me refiero a Salvador Novo. Debo mencionar que el propio poeta contribuyó a ese olvido cuando, en 1968, un reportero le pidió su comentario sobre la invasión del ejército en Ciudad Universitaria: ''Es la primer noticia, y muy buena, que recibo en el día'' (Excélsior, 20 de septiembre).

Escribo contribuyó, pues su actitud no fue la única causa que alejó a los lectores de su obra: la desmemoria y el ninguneo forman parte, por desgracia, de la tradición literaria mexicana.

Algunos dicen que Salvador Novo no dijo tal cosa. Quizá tengan razón. Lo cierto, sin embargo, es que al rectificar la nota de marras empeoró el asunto: la noticia no era buena, pero la acción, para el poeta, fue necesaria (Excélsior, 30 de septiembre).

Sería injusto, como apunté líneas arriba, culpar solamente al poeta del olvido al que, por lo menos una generación, lo condenó: Contemporáneos, apenas si sobra decirlo, ha sido uno de los grupos más asediados en la historia de la literatura mexicana.

A casi 30 años de la desaparición de ese grupo de soledades, Novo recordó en su columna del 21 de octubre de 1963 algunos de los epítetos con los que pretendieron lapidarlos: extranjerizantes, desarraigados, esnobs, reaccionarios, aburguesados, afrancesados, antinacionalistas, diletantes, incapaces de ''embonar en la forma mexicana''. La enumeración de Novo fue exacta, pero incompleta: omitió la minuciosa homofobia que enfrentaron.

Rescato de esa columna de 1963 algo que describe muy bien lo ocurrido con los miembros de Contemporáneos: ''Han tenido que dispersarse -escribió Novo-, extinguirse; morir los más de ellos: el omitido González Rojo, Ortiz de Montellano, Cuesta, Owen, Villaurrutia; enmudecer enclaustrado en la penumbra de la diplomacia José Gorostiza; y sobrenadar, eminente en la política, Jaime Torres Bodet, para que la inquina se diluya en los años, éstos deparen una nueva perspectiva y pueda ahora abrirse un nuevo proceso contra los 'descastados'''.

Hace 30 años murió Salvador Novo, quien fue la imagen misma de la desmesura. Esa desmesura lo hizo ser funcionario público en la prolongada época del PRI y fundar el izquierdista Partido Popular, al lado de Vicente Lombardo Toledano; satirizar a la burguesía en la obra de teatro La culta dama y exaltarla en sus crónicas de sociedad; condenar una puesta en escena sobre lesbianas por atentar contra la moral y las buenas costumbres después de haber publicado, años atrás, El tercer Fausto, obra que no saldría bien librada si se juzgara con los mismos argumentos inquisitoriales.

La obra de Novo, como su vida, también fue desmesurada. Su prosa dio cuenta del pasado y del presente del México que le tocó vivir como ningún historiador ha podido hacerlo. Y en esa prosa velocísima combinó tradición y modernidad, lo último y lo más viejo, el país de la zozobra y la miseria y el que se envuelve en pieles y destella en anillos y oropel.

Pese a la crítica de los despistados dio vida, como pocos, a lo mexicano. Y si su prosa fue velocidad y vuelo, su poesía fue un ramo de instantáneas. Instantáneas que, como su prosa, están permeadas por el humor, la desolación y el sentimiento amoroso.

Novo es uno de los mejores escritores de la literatura hispanoamericana. Olvidarlo es olvidarnos. Evitar su lectura por sus ideas políticas es una tontería. Si la muerte de un escritor es el olvido, la de un lector, cualquiera, es la desmemoria. Siempre habrá, por fortuna, un nuevo Novo para cada lector.

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