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México D.F. Domingo 23 de noviembre de 2003

MAR DE HISTORIAS

Pizza mexicana

Cristina Pacheco

Sandra avanza por el pasillo móvil y siente que en su pecho se aceleran los latidos. La asusta la idea de que algo malo pueda impedirle cumplir su sueño. Se quita el abrigo forrado de peluche. Aliviada, se convence de que su malestar es sólo una mezcla de emociones: nostalgia por el departamento que, apenas esa mañana, dejó en un suburbio de San Diego, y ansia de volver a su casa mexicana.

La perspectiva de que pronto verá a su familia le da fuerzas para luchar contra la pesadez y el mareo que la agobian después del vuelo. Se pregunta si los otros viajeros sentirán la misma fobia por los aviones. Interrumpe su reflexión la voz de un hombre con acento norteño: "Está bien oscuro y apenas son siete y media".

Sandra piensa en Mercedes, su compañera de cuarto en San Diego. La imagina leyendo una revista mientras devora una pizza mexicana. Reconoce que a ella también han llegado a gustarle. Eso le recuerda que su hermana Aurelia prometió cocinarle sus platillos favoritos mientras dure su estancia en la ciudad de México. "Welcome, Bienvenido, Bienvenu".

II

Tras media hora ante la banda de equipajes, Sandra logra recuperar su maleta de lona verde y las tres cajas unidas con cinta canela. Al verlas repasa mentalmente el inventario de regalos: una batidora de doce velocidades, un cuchillo eléctrico, dos bolsas de piel sintética, un ventilador inalámbrico, una Barbie espacial, una cortina de baño con peces realzados y la faja que le encargó Aurelia a condición de que le permitiera pagársela.

Sandra imagina que en algún momento, antes o después de la cena, discutirá con Aurelia para que no insista en reembolsarle el precio de la faja: "ƑCómo piensas que voy a cobrártela? šSomos hermanas!" Después repartirá los otros regalos y al final dirá: "Me hubiera gustado traerles más cosas, pero...".

El individuo que va detrás en la fila bosteza con tal vigor que Sandra se vuelve a mirarlo. Es el joven de acento norteño. También la reconoce y le habla con familiaridad: "Me pegó duro el sueñito". Sandra levanta los hombros, para darle a entender que lo comprende, y enseguida mira hacia delante. Ve al empleado de la aduana discutir con un viejito. El norteño suelta una carcajada: "Hay cada gente. Si saben que no pueden pasar chorizos, Ƒpara qué los cargan? En México hay de todo y más sabroso".

Sandra considera la posibilidad de que le salga luz roja en el semáforo de la aduana y tenga que abrir su equipaje. De todo lo que lleva, sólo le molestaría que el norteño viera la faja de Aurelia. "Creerá que es para mí y ni modo de ponerme a explicarle que la gordita es mi hermana". Se recrimina semejante pensamiento cuando debería estar disfrutando por anticipado el reencuentro con su ciudad, su barrio, su casa, su familia.

Hace catorce años, cuando salió a Tijuana, la flota entera vino a despedirla al aeropuerto. El escándalo que armaron fue mayúsculo: Aurelia lloró, su cuñado Raziel cantó y sus sobrinos entonaron una porra. Escucha la voz, entre amable y autoritaria, del aduanero: "Pase por favor". Obedece con expresión de culpabilidad y no puede disimular su júbilo al mirar la luz verde.

Ansiosa, empuja el carrito del equipaje hacia la salida. Se abre la puerta de cristal opaco que aísla a los viajeros de las comitivas de recepción y vislumbra a su hermana agitando los brazos. Espera que aparezcan otros miembros de la familia pero sólo ve a su cuñado Raziel con la mano en alto y le sonríe.

Un maletero se acerca. Raziel lo intercepta: "Déjelo. Yo me lo llevo. Para eso vine..." Con movimientos enérgicos, se carga la mochila en la espalda y con la mano izquierda toma las cajas. Aurelia grita: "Deja que te ayuden. Eso está muy pesado: te puedes derrengar". Raziel ve a un grupo de turistas en bermudas y no pierde la oportunidad de lucirse ante ellas: "En el gimnasio cargo cosas mucho más pesadas".

Sandra ve alejarse al muchacho de acento norteño. Nadie fue a recibirlo. A ella, en cambio, le dan la bienvenida su cuñado y su hermana; y no duda que de un momento a otro aparecerán los demás miembros de la familia.

Sandra abraza a su hermana y le pregunta: -ƑVinieron sólo ustedes dos?

-Las gemelas entraron de eventuales en Wal Mart y Diego fue a ver si lo contratan en Office Depot, pero al rato van para la casa-. Toma el abrigo que Sandra lleva en el brazo: -šQué bonito! ƑEs de pieles?

-No, pero es muy lavable -responde Sandra con orgullo.

III

Raziel maneja. Aurelia va a su lado. Sandra ocupa el asiento trasero y mira por la ventanilla:

-ƑDónde estamos?

-Cerquita del Peñón. ƑA poco ya no reconoces, cuñada? -pregunta Raziel mientras acciona el botón del ventilador inalámbrico. -Te pongo aire suavecito.

Sandra mira el ventilador. Es idéntico al que compró para Raziel en San Diego. "Bueno, así tendrá dos", piensa y sigue mirando por la ventanilla.

-Ah, sí: es el Peñón. Lo que pasa es que cuando me fui no estaba tan oscuro y había más arbolitos y menos casas.

-No vayas a salirnos conque ya no te gusta México -protesta Aurelia.

-Pero si me encanta. No sabes las ganas que tenía de regresar y verlos. ƑLe dijiste a Pancho que llegaba?

-No. Desde que se casó, para él no hay más familia que la de su mujer. Como tienen dinerito...

-Dile la verdad -corrige Raziel-. Le pedí que me ayudara a conseguir trabajo en la tintorería de su suegro. Creo que eso lo molestó, porque dejó de hablarnos.

-ƑNo estabas muy bien en el gimnasio, Raziel? -pregunta Sandra, sorprendida.

-Estaba, pero ya no. A los baños va poca gente y al gimnasio menos. Los clientes de toda la vida se fueron al gym porque allí hay aparatos más modernos. Don Epifanio cualquier día cierra el negocio y entonces sí a ver cómo le hago, porque a mi edad...

-Pero ni creas que voy a permitir que le ruegues otra vez a Pancho. Y lo que es yo, no pienso volver a hablarle-. Aurelia se dirige a Sandra: -Pero tú sí llámale y dile que estás en México.

-Sólo por dos semanas-. Sandra recupera el entusiasmo: -Quiero ir a tantas partes: primero a la Villa, al panteón a ver mis papacitos y después, aunque no me lo crean, al jardín de San Isidro. ƑTe acuerdas que íbamos mucho, Aurelia?

-Uy, qué te cuento: arrancaron los árboles, quitaron las bancas y todo para hacer una megaplaza. Las gemelas le dicen mall. Está bonito y hay de todo. El otro día me compré en J. C. Penney una batidora de doce velocidades y un cuchillo eléctrico, todo por setecientos pesos. Estuvo bien, Ƒno? Si quieres, te llevo.

-šCómo se te ocurre! -exclama Raziel-. De esas tiendas debe haber miles en San Diego. ƑTú qué quieres, Sandra?

-Estar con ustedes, recorrer la colonia. ƑSabes qué se me antoja mucho, Aurelia? Ir a la tiendita del Viudo.

-Tampoco está. Desde que pusieron un Oxxo en la otra esquina, su negocio se vino abajo y el Viudo tuvo que cerrarlo -Aurelia se pone lúgubre-. Hace poco lo encontraron muerto en su cuartito. Dicen que fue el gas, yo pienso que se suicidó.

-šPero qué terrible! -exclama Sandra-. Nunca me imaginé...

-Aurelia, ya no hables de cosas feas con tu hermana -Raziel ve a Sandra por el espejo retrovisor-. ƑTienes hambre?

-Sí, la comida del avión estaba imposible. No la probé.

-Qué bueno, porque encargué unas pizzas mexicanas. Tienen su chilito y todo, pero ni creas que pica como antes.

Sandra piensa en Mercedes: Ƒqué diría si supiera que las dos, una en San Diego y otra en México, están comiendo lo mismo?

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