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México D.F. Miércoles 19 de noviembre de 2003
Olga Harmony
Don Juan Tenorio
Por una circunstancia de la que no quiero acordarme no asistí al estreno de la renovada Compañía Nacional de Teatro (CNT) en el Palacio de Bellas Artes y las noticias que me llegaron -algunas sin duda exageradas- no eran muy halagüeñas. Ya en su sede del teatro Julio Castillo, la escenificación de Don Juan Tenorio de José Zorrilla en esta nueva versión (y sin los avatares que ensayar y representar en Bellas Artes implica), como dijo Tolita Figueroa es lo que es, puede o no gustar, pero ya no resulta accidentada y difícil de escuchar. En la sede para la que fue planeada la producción, y desde luego la escenografía de Alejandro Luna y el trazo de Martín Acosta es posible hacer un balance algo más justo de lo que se ofrece. La obra de Zorrilla nunca me ha gustado, me parece ripiosa y de fáciles consonancias, me molesta su beata conclusión con ese comendador vuelto suegro paternalista y debilitado en su contundencia de convidado de piedra y, a pesar de la teatralidad que posee, por momentos me resulta aburrida de tan reiterativa. Y, sin embargo, resulta de una gran eficacia para el público mexicano que le es tan fiel, así sea en serie o en las parodias que hasta hace pocos años hacían algunos cómicos, que conoce de memoria grandes o pequeños pasajes, que la ha hecho suya como parte de la tradición del día de los Fieles Difuntos. Quizás a ello se deba la elección que se hizo para que fuera el arranque de la CNT.
La versión de Luis Mario Moncada y el director Martín Acosta ocurre en el siglo XIX y hace hincapié en el entusiasmo con que la clase social a la que pertenecen los principales personajes aclamó la llegada de Maximiliano y Carlota, así como a la descomposición que toda cortesanía conlleva, mediante la intercalación de canciones de la época con loas al emperador y del fusilamiento de éste -personificado por el comparsa del carnaval del principio. Otras audacias se dan, como es sustituir el famoso cementerio por una especie de morgue en que se conservan los cadáveres embalsamados (con lo que el excelente Luis Rábago no requiere dar sus escenas finales revestido de estatua) o una escena de magia al final. Por no hablar de ese abandono que hace de su patrón Ciutti y que recuerda el lamento final de Sganarelle de la versión brechtiana.
En un inmenso espacio creado por Alejandro Luna, cercado por dos grandes paredes de madera, con un espacio atrás que será el mar o la pared que se abre, y a base de trampillas que dan acceso a actores e incluso a algún mobiliario con o sin la utilería respectiva, y con apoyo en la iluminación en que es maestro indudable Luna, Martín Acosta mueve a sus actores vestidos con diseños de Tolita y María Figueroa. La suntuosa imaginación del vestuario carnavalesco del principio -con la taberna convertida en un burdel- me parece poco aprovechada por el director para crear imágenes visuales de mayor impacto, máxime que da tantas tareas actorales a los comparsas, que distraen del principal foco de atención, sobre todo en la escena entre don Juan, don Gonzalo y don Diego. Pero, por lo demás, el trazo escénico es tan limpio y las soluciones tan creativas como acostumbra Acosta, y su intención al adaptar el original a la época en que fue escrito queda muy clara. Yo añadiría que los nostálgicos de Europa en el siglo XIX han sido reemplazados por nuestros nostálgicos de Estados Unidos.
Los actores dicen el verso sin cantarlo, con los tonos que requiere cada parlamento (particularmente difícil con este texto), gracias a la asesoría de Jorge Avalos y el cuidado del director. El borrón en el reparto lo constituye Miguel Rodarte, falto de las capacidades necesarias para sacar el importante papel de don Luis y que afea las escenas con Juan Manuel Bernal, quien hace un buen don Juan no desmerecedor en sus diálogos con Luis Rábago. Mariana Gaja es una doña Inés bella y discreta, Silverio Palacios gracioso en su Buttarelli, Aída López como la abadesa aguanta con su profesionalismo las risas que suscita su habanera y Mariana Giménez muy desperdiciada en su pequeño papel. Mención aparte merece Haydeé Boetto que hace una Brígida espléndida, dividida entre el gracejo de sus parlamentos y los remordimientos, dados sólo con actoralidad, que le despierta traicionar a la doncella que crió.
Por último, deseo dar una disculpa a las conocidas actrices Teresina Bueno y Carmen Mastache cuyos nombres tergiversé en mi nota pasada.
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