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México D.F. Martes 18 de noviembre de 2003

Pedro Miguel

Optimismo

En el otoño del hemisferio norte la bóveda celeste se hace más alta y límpida, incluso en la ciudad de México. Los equilibrios del mundo son más poderosos de lo que supone nuestra arrogancia al revés, que pretende capaz a la especie humana de arruinar en unas cuantas décadas los roces y los vínculos entre masas de trillones de toneladas de nitrógeno, silicio, carbono, hierro, hidrógeno y oxígeno.

Arriba de estos cielos despejados de noviembre crece una incomprensible y ominosa tonsura en la cabellera planetaria de ozono, y el oriente de Europa se ha vuelto un horizonte de bombazos diarios y helicópteros gringos infartados que vomitan a sus ocupantes antes de derrumbarse sobre suelo enemigo. Y la economía es, hoy más que nunca, un barco tan borracho como sus pilotos (perdón, amigos borrachos, por compararlos con gobernantes tecnócratas) que amenaza con matarnos a todos cuando encalle en los dientes de sierra de las gráficas.

Pero si uno voltea al cielo azul, toma prestado un poco de aire frío y hasta limpio de este otoño, recuerda que las necedades ideológicas y estratégicas de los Reagan y los Chernenko estuvieron cerca de borrarnos del mundo hace unos lustros y que se logró, pese a todo, evitar la pesadilla del holocausto atómico; que el colapso soviético no tuvo las consecuencias apocalípticas que se pensaba y que la Revolución Conservadora terminó mucho antes de lo que se pensaba y de lo que habrían querido sus impulsores.

Cuando se observa las nubes altas y aborregadas de este noviembre es inevitable descubrir, en ese signo, que la presencia humana en este planeta no es ni buena ni mala sino todo lo contrario y que la digestión cósmica -tan lenta que apenas nos incumbe-- no va a turbarse por un poco más o un poco menos de monóxido de carbono emitido por unos micos un tanto extraños que aprendieron, por accidente de la evolución, a comerciar entre ellos, a matarse mutuamente a distancia, a aparearse fuera de sus periodos de celo, a fabricar dioses y motores de combustión interna, a ser virtuosos del violoncelo y a escudriñar el cosmos.

La aventura humana no va a terminarse abruptamente porque una transnacional se empecine en hacernos tragar productos transgénicos y producir fluorocarbonos, o porque haya mandatarios desoladoramente brutos, porque una potencia planetaria aviente de golpe todo su arsenal sobre las cabezas enturbantadas de los iraquíes o porque un espíritu enfermo de odio resuelva despedazar de un bombazo a dos decenas de judíos turcos a todas luces inocentes y ajenos a cualquier conflicto.

Cosas como esas seguirán pasando, por mucho que los vientos estacionales pasen un trapo húmedo sobre el azul del cielo.

Y al revés: la más emponzoñada de las atmósferas puede ser cuna de actos de piedad y creación, y hasta en las inversiones térmicas, que ya están próximas, seguirán naciendo cachorros humanos de mirada limpia.

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