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México D.F. Lunes 3 de noviembre de 2003
Samuel I. del Villar
Corrupción, esclavitud y crisis constitucional
Azuela sostuvo que el jefe de Gobierno del Distrito Federal "carece de legitimación para pedir tal investigación" de la Suprema Corte sobre la corrupción que viola gravemente las garantías de los gobernados en la ciudad capital, por no ser "gobernador de algún estado". Olvidó el punto de partida del texto constitucional, que en su artículo primero dispone que "en los Estados Unidos Mexicanos todo individuo -sin excluir a residentes y contribuyentes en el Distrito Federal- gozará de las garantías que otorga esta Constitución".
La pretensión de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación consolide en el juicio de amparo 508/98 Enrique Arcipreste del Abrego la perversión de la Constitución como fundamento judicial para que la corrupción siga esclavizando a la población en México, ofrece paralelismos significativos con la declaración de la Suprema Corte de Estados Unidos de que su Constitución era baluarte de la esclavitud, en el caso Scott vs. Sanford de mediados del Siglo XIX. Las analogías, por la confusión judicial que destruía a Estados Unidos y que sigue hundiendo a México, merecen consideración.
La confusión judicial sobre la constitucionalidad de la esclavitud provocó una crisis constitucional al confrontar al Congreso de Estados Unidos que la había prohibido en sus territorios al norte del paralelo 36. Condujo, en última instancia, a su Guerra Civil, pero también a la abolición de la esclavitud. La pretensión en el México de nuestros días de que se consolide la orden judicial a que la población del Distrito Federal pague más de 1, 810 millones con base en la defraudación de los derechos a la propiedad y a su indemnización, también está provocando una crisis constitucional. Constituye una "aberración jurídica, sobre todo social y moral, el que utilizáramos dinero del presupuesto, dinero del pueblo, para convalidar un ostensible acto de corrupción y de tráfico de influencias", en términos de la petición de su jefe de Gobierno al presidente de la Corte, el 6 de octubre pasado, por la que "el interés general demanda iniciar una investigación que permita constatar la realidad de los hechos".
En 1857, la suprema Corte de Estados Unidos en resolución mayoritaria formulada por su chief justice, Roger B. Taney, declaró "improcedente" la demanda de libertad del señor Dred Scott, un esclavo que llegó a un territorio en donde una ley federal había prohibido la esclavitud. El señor Taney fundó su resolución en que "el negro no estaba incluido, ni había la intención de incluirlo en la palabra 'ciudadano' en la Constitución y en consecuencia los negros no están legitimados para demandar en un tribunal federal"; en que los esclavos son "propiedad" y no pueden privarse los derechos de propiedad de una persona "sin el proceso legal debido"; y en que la ley del Congreso que "priva a una persona de su propiedad por llegar a un territorio particular no puede llamarse proceso legal debido y no tiene fundamento en la Constitución y, en consecuencia, es nula".
Hay que advertir que el mismo año de esta resolución judicial en Estados Unidos se promulgó en México la Constitución liberal que ratificaba la prohibición de la esclavitud cuya abolición fue declarada originalmente por el padre Hidalgo en 1810 como referencia fundamental del México independiente. Pero ni en 1857, ni en 1910, ni en nuestros días se ha abolido la confusión o perversión del amparo y protección que la justicia federal debe otorgar a las garantías constitucionales con su amparo y protección a la corrupción de la función pública y a la esclavitud que impone a la población y su patrimonio.
Así, el 10 de octubre pasado, el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ministro Mariano Azuela Güitrón, declaró que "procede desechar por notoriamente improcedente la petición" del señor Andrés Manuel López Obrador por la que le solicitó su intervención "a fin de que ese órgano colegiado se sirva designar a comisionados especiales que investiguen los hechos constitutivos de violaciones graves a las garantías individuales de los gobernados del Distrito Federal, como resultado de las conductas fraudulentas perfeccionadas a través del juicio de amparo 508/98, así como la conducta de los funcionarios judiciales que han participado en el presente asunto" -de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 97 constitucional.
La declaración de improcedencia, significativamente, se fundó en el desconocimiento discriminatorio de los derechos de ciudadanía de la población del Distrito Federal y de acceso a los tribunales federales para proteger las garantías constitucionales emanados de ellos, análogo al desconocimiento discriminatorio de los derechos inherentes a la dignidad humana de la población afroamericana que utilizó el chief justice Taney, hace casi siglo y medio. El ministro presidente Azuela sostuvo que el jefe de Gobierno del Distrito Federal "carece de legitimación para pedir tal investigación" de la Suprema Corte sobre la corrupción que viola gravemente las garantías de los gobernados en la ciudad capital, por no ser "gobernador de algún Estado". Olvidó el punto de partida del texto constitucional que en su artículo primero dispone que "en los Estados Unidos Mexicanos todo individuo -sin excluir a residentes y contribuyentes en el Distrito Federal- gozará de las garantías que otorga esta Constitución" y, en consecuencia, de los medios para hacerlas valer que la misma dispone entre las que se encuentran la investigación de las violaciones graves que establece su artículo 97 y de la solicitud respectiva de sus representantes legítimos. Buscó apoyarse en una tesis del Pleno de la Corte que sostiene que en el procedimiento solicitado "la actuación del máximo tribunal del país se circunscribe únicamente a inquirir la verdad hasta descubrirla". Pero el planteamiento del jefe de Gobierno difícilmente podría ser más congruente con lo sostenido por la propia Corte en esta tesis que apoya su demanda de "iniciar una investigación que permita constatar la realidad de los hechos", y no su declaración de improcedencia.
Junto con la legitimación que la elección y representación directa de la población del Distrito Federal otorga a su jefe de Gobierno, el artículo octavo de la propia Constitución también lo legitima para solicitar "la intervención" del ministro presidente, como lo hizo, para que la Corte en su conjunto designe los comisionados para realizar la investigación. Y no hay fundamento jurídico, racional o meramente formal alguno, para que éste niegue su intervención alegando que el demandante no es gobernador, a efecto de que el Pleno decida si "juzga conveniente" instruir la investigación a la luz de las constancias y gravedad del caso como lo dispone el propio artículo 97 constitucional. La impugnación a la declaración de improcedencia fue turnada a la Primera Sala de la Corte, la que, a su vez, el 29 de octubre pasado lo turnó al Pleno, la instancia competente.
El desarrollo de la crisis constitucional que afloró en el amparo 508/98 es impredecible. Por el momento está la resolución que próximamente debe tomar la Corte instruyendo o negando la investigación necesaria para "inquirir la verdad hasta descubrirla" en lo términos de sus precedentes. Ojalá que los resultados finalmente conduzcan a que la justicia federal se convierta en el garante de la ética en el servicio público, por lo demás indispensable para la institucionalización efectiva, en lugar de la simulación, del Estado democrático de derecho en México. Pero la Suprema Corte también puede decidirse por el atavismo de confundir la constitucionalidad con su corrupción, lo que difícilmente sería más dañino para la institucionalización del imperio de la ley en México. De hecho hay indicaciones preocupantes en este sentido.
Es difícil pensar en un abogado que haya influido más en la integración y desempeño de la Corte que el senador Diego Fernández de Cevallos. Incluso fue patrocinador del antecedente judicial público más significativo que ordenó el pago al gobierno federal de una cantidad también estratosférica por una indemnización inmobiliaria a un particular. Coincidentemente con turno del asunto al Pleno, el senador dictó su resolución: "si hay sentencia que se acate", por más fraudulento y corrupto que haya sido el juicio que la generó ordenando el pago de más de mil 810 millones de pesos. Hay obstáculos fundamentales para que la Corte atienda este dictado y se ostente al mismo tiempo como garante de la constitucionalidad y la legalidad en el país, no sólo derivados de las más elementales nociones de Justicia y de los principios generales de Derecho sobre el enriquecimiento ilícito, sino de la disposición constitucional sobre sustitución de sentencias cuya ejecución "afecte gravemente a la sociedad" e incluso de la jurisprudencia definida por la propia Corte (Sexta Epoca , Tercera Sala, Apéndice de 1995, T.IV, tesis 295, p.199) y desarrollada por los tribunales colegiados hasta nuestros días.
Desde hace prácticamente medio siglo la Corte estableció que "cuando un proceso fue fraudulento" es "manifiesta la procedencia de su nulidad" e improcedente "la autoridad de cosa juzgada" con la que se pretende imponer el pago de lo indebido a la población del Distrito Federal. Independientemente de las acciones civiles de nulidad que puedan intentar terceros afectados por lo fraudulento del juicio de amparo 508/98, el curso constitucional que dejó su desarrollo al gobierno del Distrito Federal como "autoridad responsable" en dicho juicio, para proteger las garantías violentadas de su población, fue la solicitud de investigación por la propia Corte a efecto de que su Pleno constate el fraude y dé el turno debido para que la instancias competentes garanticen las garantías violadas, decreten la nulidad del juicio viciado y determinen las responsabilidad correspondientes.
Más grave aún para la crisis es el planteamiento político del señor Azuela, abiertamente anticonstitucional, al reaccionar al jefe de Gobierno cuando el 23 de octubre se hizo eco de la expresión que refleja el sentir popular frente a la corrupción ("el pueblo se cansa de tanta pinche transa"). Atacó, el 27 de octubre, la forma republicana y democrática de gobierno, cuya definición más simple y más completa es significativamente del presidente que abolió la esclavitud en Estados Unidos, Abraham Lincoln: "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". En forma inaudita para el presidente de una Suprema Corte en un régimen democrático de Derecho, declaró como "ficción" la "democracia populista en que es el pueblo el que finalmente decide" negándole su capacidad por la escasez de sus lecturas, y cuya trascendencia merece una consideración especial en otra oportunidad. Por el momento, baste observar que, paradójicamente, acreditó su desconocimiento o, más grave aún, su oposición frontal a la piedra angular, reiteradamente populista, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, definida en su artículo 39, cuyo cumplimiento protestó el ministro-presidente como su obligación fundamental y que a la letra establece:
"La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno."
Cierto que la esclavización por el fraude y la corrupción no sólo electoral, sino, en general, política, administrativa y judicial, y las formulaciones del señor Azuela hacen en buena medida una "ficción" -para usar sus términos- de la soberanía del pueblo mexicano y el Estado democrático de derecho que debe fundarse en ella y en la Constitución, como la esclavitud y las formulaciones del señor Taney hicieron una ficción de "las verdades evidentes por sí mismas de que todos los hombres fueron creados iguales, que fueron dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad" en la que se funda la declaración de independencia de Estados Unidos. Pero el camino para acabar con esa ficción que hunde a la Constitución y a la ley y con ello a nuestro país, y salir de la crisis constitucional, evidentemente, no está en que la Corte en su conjunto busque consolidar la ficción, sino que haga todo esfuerzo por acabar con la esclavitud de la corrupción.
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