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México D.F. Miércoles 17 de septiembre de 2003

Luis Linares Zapata

Nacionalismo y salud

La pertenencia a un grupo determinado se va haciendo consciente en las personas de acuerdo con la manera en que asimilen el ambiente que las rodea, las líneas y la profundidad de horizonte que abarquen con su mirada, la sazón, modos de preparación y condimentos de su cocina casera, las ideas que logren atrapar de entre aquellas que circulan por su derredor o los colores y las diversas formas que las afecten. Y, por un proceso de apropiación creciente, pueden llegar a identificarse como miembros de una familia o habitantes de determinada región, ciudadanos de un país en particular o partícipes de una cultura y civilización determinadas. Hay en ese ir y venir continuo un crecimiento cuya armonía depende de numerosos factores, unos inherentes al sujeto en lo particular, pero otros muchos adicionales que le vienen de fuera, que le son heredados y hasta impuestos por los demás.

La salud entonces encuentra sus referentes en el procesamiento que con el tiempo se hace de ese paquete de vivencias a disposición de los individuos o las colectividades. De la calidad y cantidad de energía que se aplique para integrarlas y darles coherencia interna para adherirlas, con la debida naturalidad, a la conducta de cada quien, a sus visiones de la vida, a la construcción de su personalidad. El nacionalismo así entendido es parte sustantiva del ser humano, un fenómeno complejo con el cual se habrá de convivir y no una etapa a olvidar, un obstáculo que tiene que ser superado para, según versión reduccionista, arribar a la madurez, a la independencia de criterio.

Condenar el nacionalismo por algunas de sus deformaciones, que suceden con frecuencia, es renunciar a los impulsos creadores que de él emanan. Las aberraciones tienen a veces raíces que afectan a todo un grupo en especial, pero también pueden encontrar sus pulsiones en carencias o limitantes particulares del ser humano concreto. Así, hay individuos que lo sufren, que lo ningunean como si fuera un ribete desprendible de la epidermis de cada quien. Otros lo rechazan desde ópticas académicas, henchidas de vanidades internacionalistas o soberbias fincadas en delatar al que se juzga pequeño, provinciano y obtuso pensamiento del hombre común. Pero hay otros más que se dan a la tarea de revisarlo y darle dos posibles salidas: una, sumamente onerosa para renunciar a sus contenidos, referentes y rutas o, la siguiente, para mejorarlo con aportaciones que lo vayan diferenciando. Esta última se erige como la alternativa al estancamiento, la redundancia, el chovinismo o la xenofobia que tanto afectan a grupos enteros.

En la creación cultural el nacionalismo tiene un lugar valioso pero, con frecuencia, insuficiente para que adquiera la dimensión universal que se le exige. Para situarse a la altura de los reclamos actuales, el nacionalismo tiene que cumplir con una condición de apertura que lo haga receptor de ideas o imágenes ajenas que lo enriquezcan y no, como a veces sucede, lo hagan impermeable a los otros, a los ajenos, a los distintos. Menos aún que fuercen su trasformación en algo distinto y productivo y no se confinen a entenderlo como factor reactivo, violento, ignorante y cerrado, tal como en algunas circunstancias enfermas ha sucedido. Bien se puede desde esta perspectiva entender la llamada globalización no como antípoda abarcadora de los nacionalismos, sino, por debida sospecha, como una manera peculiar de difundir, con agrandada bocina, las que en realidad son perentorias e interesadas pretensiones de algunos núcleos de poder específicos. Dicho con otra fórmula: que la globalización sea una formación ad hoc para encubrir ambiciones hegemónicas de ciertos nacionalismos. Una grotesca pero presente realidad que no renuncia a cañonazos, bombardeos, policías internacionales, tribunales de alzada donde se somete a los ajenos e incautos, espías y demás armas para imponer su diseño imperial. Terrible realidad muy apartada de lo que hace de lo nacional un bien de uso público y circulación mundiales.

Pero en lo que toca al orden económico de los nacionalismos, el acercamiento a sus peculiaridades tiene sus bemoles, actores y conceptos precisos. Aquí se trata de verlo, de usarlo, como un medio defensivo, una táctica que tiene que ser reguladora de las ferocidades y avaricias externas, tan desatadas como ordinarias hoy en día. El nacionalismo económico debe ser entendido como un conjunto de normas, valores y actitudes de una sociedad determinada para encauzar y dar cabida preferencial a las energías propias. Una estrategia defensiva contra expediciones decididamente conquistadoras que diseñan otras sociedades, otros grupos, otras naciones o los agentes impulsores de la globalidad financiera, alimentaria, industrial (patentes) o comercial, ya bien conocido. Una imperiosa necesidad a contemplar si se quiere sobrevivir como grupo y tener la oportunidad de propiciar un nivel de vida digna a sus componentes. No hay desarrollo sin una espina dorsal, de naturaleza propia, alrededor de la cual se adhieran las demás partes que darán forma y extensión a las llamadas fábricas nacionales. Todas las naciones desarrolladas o con sólidos avances intermedios cuentan con ese sustento central, bajo su estricto control, que les permite actuar con rangos aceptables de soberanía e independencia. Con ello pueden, además, dar las suficientes oportunidades y garantías a sus ciudadanos para alcanzar niveles aceptables de vida. Sin las empresas nacionales, las economías de los distintos países quedan a la deriva y no logran integrar una base de sustentación efectiva que les permita el crecimiento sostenido y justo, que es un objetivo primordial.

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