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México D.F. Lunes 25 de agosto de 2003

Hermann Bellinghausens

El hombre sin opiniones

Su vida se había suspendido en algún momento, hacía muchos años, pero él siguió adelante, sin fuerzas para remediarlo. Fue un alma perdida en el siglo XX. Una de tantas. Onkel Otto recorre el país de mi infancia como un hombre a quien todo le daba igual, pero cada noche, al encenderse el alumbrado callejero, entraba a una cantina del centro y lloraba por su esposa, muerta en el cuarenta. Ya con las primeras copas dentro, se dirigía al teléfono junto a la caja y llamaba a nuestra casa.

Todos nos mirábamos, sabedores de que era Onkel Otto, y tratábamos de zafarnos del compromiso de levantar el auricular. Arcángela, la única sin parentesco alguno con él, terminaba siendo la responsable de oír al tío, y nos lo recriminaba. Siempre que pudo me obligó a contestar, por lo cual aun siendo niño me tocó ponerle oreja al tío viudo.

''Mein liebchen, Rosario'', era el cotidiano memento de su soledad. Si Arcángela estaba de pulgas, lo consolaba y le aseguraba que Rosario estaba en el cielo bien contenta. Pero con frecuencia pulgas era lo que menos tenía y regañaba al tío, lo vapuleaba: ''otra vez tomado'', ''deje de chillar como marica'', ''ya váyase al hotel a dormir''.

Onkel Otto carecía de opinión respecto de lo que fuera. Nunca supe si era una suerte de vergüenza, aunque le fuera ajena, que lo paralizaba. El estigma de ser alemán después de la guerra. O por indolente. Huyó de Hamburgo y de los nazis antes de que en realidad pasara nada, y se hizo a la América en 1932. Los estudios que haya tenido los dejó en el barco, así que cuando llegó a puerto y se dirigió a la ciudad de México era ya una página en blanco. Joven, quizá guapo. Y como quiera en ese entonces los ojos azules todavía impresionaban a la gente. Pronto tuvo novia y enseguida esposa.

Pertenecía a la frondosa rama materna, pero todos se desentendían del vínculo y lo trataban como pariente genérico, un arrimado al que le daba por telefonear. De todas las casas de quienes técnicamente venían siendo sus sobrinos mexicanos, prefería la nuestra, porque al menos Arcángela le abría la puerta.

"Siempre y cuando venga sobrio", era la única regla puesta por mi abstemio padre, quien toda la vida tuvo que cargar, sin deberla ni tenerla, con la "familia política", la parentela de mi mamá.

Algunos domingos aparecía el tío recién bañado, rojo de la cara, gordito, con un sempiterno traje café de lana y una camisa almidonada sin corbata. Aunque era un familiar, se le recibía en la cocina, así que la visita acababa haciéndoselas a las sirvientas.

Dura y desconfiada como era, Arcángela creía que la tal Rosario no había muerto, sino que lo había dejado. Pero con una misericordia inusual en ella, nunca se lo dijo. Simplemente lo daba por hecho, le servía chocolate con pan dulce y le daba por su lado mientras preparaba la merienda.

Cargaba su retrato, el tío. De Rosario. Antigua, de estudio, firmada por el fotógrafo y dedicada por ella. Una joven morena y muy pintada, vestida con ropas oscuras de tela vaporosa, aretes, camafeo. De rasgos indígenas. En sus párpados y mejillas, por la magia del retoque en esos años muy de moda, rodaba un reluciente rosario de lágrimas. Tal era la única prueba documental que conservaba Onkel Otto de su amada. Arcángela odiaba esa imagen. Se burlaba. Se negaba a mirarla cuando él la extendía, ansioso. Le parecía una ridiculez.

En cambio yo la tuve varias veces en mis manos, y la miré con azoro. Una tarde, antes de desaparecer y eventualmente morir en un asilo, me la regaló. Es decir, no aceptó que se la devolviera. Al marcharse, la dejó sobre la mesa de la cocina.

Un rato largo permaneció Rosario lacrimosa sin que nadie la tocara. Por fin Arcángela, indignada porque le ordenaron que nos preparara molletes, no había suficiente bolillo y la panadería de Cervantes Saavedra ya iba a estar cerrada, me dijo: "Anda, Flaco, levanta tu cochinero que voy a poner la olla de frijoles".

Y ahí me tienen cogiendo la foto de Rosario. La Chillona, como la llamábamos en la casa cada que Onkel Otto saltaba a la conversación, cosa por demás excepcional, si ya bastante jeringaba por teléfono todas las tardes para ahuyentarnos con su desvaída pena.

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