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México D.F. Lunes 25 de agosto de 2003

Edward W. Said*

Sueños y delirios

Los últimos días de julio el representante republicano Tom Delay, de Texas -líder de la mayoría en la cámara y considerado rutinariamente uno de los tres o cuatro hombres más poderosos en Washington-, volcó sus opiniones en torno al mapa de ruta y el futuro de la paz en Medio Oriente. Lo dicho por él tenía la intención de anunciar un viaje que poco después emprendió, en el cual visitó Israel y varios países árabes. Se informa que ahí articuló el mismo mensaje. En términos nada ambiguos, Delay se declaró en contra de Bush y su gobierno en lo relativo al mapa de ruta, particularmente en lo tocante a un Estado palestino. "Sería un Estado terrorista", dijo enfáticamente, y usó el término "terrorista" en la forma que ya es habitual en el discurso oficial estadunidense: sin cuidado de circunstancia, definición o característica concreta alguna. Añadió que llegaba a dichos países movido por sus ideas respecto de Israel, en virtud de que sus convicciones eran las de un "cristiano sionista", frase que es sinónimo no sólo de apoyo a todo lo que Israel haga, sino también del derecho teológico del Estado judío a seguir haciendo todo lo que lleva a cabo sin importar que salgan dañados en el proceso no pocos millones de palestinos "terroristas".

La cifra de personas del suroeste de Estados Unidos que piensan como Delay alcanza 60 o 70 millones y, debe recalcarse, incluye a gente como George W. Bush, renacido e inspirado cristiano para quien todo lo que diga la Biblia debe tomarse literalmente. Bush es su líder y seguramente depende de sus votos para las elecciones de 2004, que en mi opinión no va a ganar. Y dado que su presidencia está amenazada por las ruinosas políticas que sigue en lo interno y externo, él y sus operadores de campaña intentan atraer más derechistas cristianos provenientes de otras partes del país, en especial del medio oeste. Los puntos de vista de la derecha cristiana (aliada con las ideas y el poder de cabildeo del rabioso movimiento neoconservador pro israelí) constituyen una fuerza formidable en la política interna estadunidense. Por desgracia, esta base social conforma el ámbito en el que se debate el tema de Medio Oriente en Estados Unidos. Uno debe recordar que en esa nación Palestina e Israel son considerados asuntos de política interna, no de relaciones exteriores.

Entonces, si los pronunciamientos de Delay se tomaran como las opiniones personales de un entusiasta religioso o como las ensoñaciones de un visionario sin alcances, uno las descartaría de inmediato por carecer de sentido. Pero de hecho representan un lenguaje del poder ante el cual no es fácil oponerse en Estados Unidos, donde tantos ciudadanos se sienten guiados directamente por Dios en lo que ven, creen y a veces hacen. Se dice que John Ashcroft, el procurador general, comienza su día de trabajo en la oficina con una reunión de plegarias colectivas. Qué bueno, la gente quiere rezar y cuenta con el derecho constitucional de ejercer una libertad religiosa total. Pero en el caso de Delay, decir lo que señala contra un pueblo entero, los palestinos, acusarlos de ser todo un país de "terroristas", es decir, de enemigos de la humanidad, según la definición actual usada en Washington, frena seriamente el progreso de dicho pueblo hacia la autodeterminación y abre el camino para imponerle más castigo y sufrimiento sobre bases religiosas. ¿Con qué derecho?

Consideremos la cruda inhumanidad, la arrogancia imperialista de la posición de Delay: desde una posición de poder, a 16 mil kilómetros de distancia, gente como él, tan ignorante de la vida real de los árabes palestinos como el hombre en la luna, de hecho puede dictaminar contra la libertad palestina, posponerla, asegurar años de más opresión y sufrimiento, únicamente porque piensa que todos son terroristas y su propio sionismo cristiano -para el que ninguna prueba o razón es necesaria- le dicta cómo actuar.

Así que además del grupo de cabildeo israelí en Estados Unidos, por no decir nada del gobierno israelí de allá, los hombres, mujeres y niños palestinos tienen que sufrir más obstáculos y ver cómo se implantan más bloqueos carreteros gracias al Congreso estadunidense. Así nomás.

Además de su irresponsabilidad y su fácil e incivilizado (término muy usado en la guerra contra el terrorismo) desprecio por millones de personas que no le han hecho ningún daño en absoluto, los comentarios de Delay me impresionan también por su carencia del sentido de la realidad. La irrealidad delirante de sus afirmaciones expresa muchas de las discusiones que ocurren en el Washington de los funcionarios y de sus políticas hacia Medio Oriente, los árabes y el Islam. Esto llegó a niveles de intensa y anodina abstracción en el periodo posterior a los sucesos del 11 de septiembre. La hipérbole, la técnica de hallar más y más frases excedidas para describir y redescribir una situación, domina ahora el ámbito de lo público. El primero en la línea es Bush, por supuesto. Sus afirmaciones místicas acerca del bien y el mal, el eje del mal, la luz del todopoderoso y sus interminables (me atrevo a decir enfermantes) efusiones acerca de los males del terrorismo empujan el lenguaje en torno de la historia y sociedades humanas a nuevos niveles disfuncionales de pura polémica sin base alguna. Todo lo anterior se adorna con sermones y declaraciones solemnes dirigidas al resto del mundo, conminándolo a ser pragmático, evitar el extremismo, ser civilizado y racional. No importa que mientras sus fabricantes de políticas -con poder ejecutivo sin freno- legislen el cambio de un régimen aquí, una invasión por allá, la "reconstrucción" de un país por ahí, desde los confines de sus lujosas oficinas de Washington, equipadas con aire acondicionado. ¿Es ésta la forma de fijar criterios para la discusión civilizada, de impulsar valores democráticos, incluida la idea misma de la democracia?

Uno de los temas básicos en todo discurso orientalista, desde mediados del siglo XIX, es que la lengua árabe y los mismos árabes padecen de una mentalidad y unos giros que no corresponden a la realidad. Muchos árabes han llegado a creerse esta babosada racista, como si los idiomas nacionales, como el árabe, el chino o el inglés, representaran directamente el pensar de sus hablantes. Esta noción es parte del mismo arsenal ideológico utilizado durante el siglo XIX para justificar la opresión colonial: los "negros" no pueden hablar con propiedad, decía Thomas Carlyle, por tanto, deben seguir esclavos; el chino es un lenguaje complicado, afirmaba Ernest Renan, por tanto los hombres y mujeres chinos son desviados y hay que mantenerlos a raya; y así, más y más. Nadie toma hoy esas ideas en serio, excepto cuando se trata de árabes, del árabe o de los arabistas.

En un artículo que escribió hace pocos años Francis Fukuyama, pontificador y filósofo de derecha, que gozó de breve celebridad por su ridícula idea del "fin de la historia", dijo que el Departamento de Estado haría bien en librarse de sus arabistas y hablantes de árabe, porque aprendiendo ese idioma se aprendían también los "delirios" de los árabes. Hoy cualquier comentarista pueblerino de los medios charla como filósofo en la misma vena, incluidos corifeos como Thomas Friedman, añadiendo a sus descripciones científicas de los árabes la idea de que una de las muchas alucinaciones de la lengua árabe es el "mito" de que los árabes son un pueblo. Según autoridades como Friedman y Fouad Ajami, los árabes son simplemente una colección dispersa de trashumantes, tribus y banderas, que se disfraza de cultura y pueblo. Cabe decir entonces que una afirmación así es uno de los delirios alucinatorios de los orientalistas, al mismo nivel que la creencia sionista de que Palestina estaba vacía, que los palestinos no estaban ahí, o que por lo menos no cuentan como pueblo. No hay necesidad de argumentar contra la validez de tales suposiciones: es muy obvio que derivan del miedo y la ignorancia.

Pero eso no es todo. A los árabes se les molesta siempre afirmando su incapacidad para encarar la realidad; se sostiene que prefieren la retórica a los hechos, que se ahogan en la autocompasión y en el autoengrandecimiento en vez de profesar sobriamente la verdad. La última moda es hacer referencia a un informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) del año pasado y mostrarlo como recuento "objetivo" de autoinculpación. No importa el mentado informe. Ya he mostrado que es un texto al nivel de algún graduado en ciencias sociales, superficial e insuficientemente reflexivo, diseñado para probar que los árabes sí pueden decir la verdad acerca de ellos y que está muy por debajo de las décadas de escritura crítica árabe, desde los tiempos de Ibn Khaldun hasta el presente. Para los autores del informe del PNUD eso no existe y también ignoran el contexto imperial, tal vez para probar que sus razonamientos están en la línea del pragmatismo estadunidense.

Otros expertos dicen con frecuencia que, como lengua, el árabe es impreciso e incapaz de expresar nada con exactitud real. En mi opinión, dichas observaciones son tan mal intencionadas ideológicamente que no hay que argumentarlas. Pero pienso que podemos formarnos una idea de lo que impulsa opiniones así, resaltando algún contraste aleccionador en los grandes éxitos del pragmatismo estadunidense y en la manera en que nuestros líderes y autoridades abordan la realidad en términos sobrios y realistas. Espero que la ironía de lo que señalo sea muy evidente. El ejemplo que tengo en mente es la planificación del Irak posterior a la guerra. Hay un recuento escalofriante en el Financial Times del 4 de agosto, en el que se nos informa que Douglas Feith y Paul Wolfowitz, funcionarios no elegidos, y parte de los neoconservadores más halcones en el gobierno de Bush -con ligas extremadamente cercanas al Partido Likud- dirigieron un grupo de expertos del Pentágono "que todo el tiempo sintió que esto (la guerra y su secuela) no iba a ser sólo un paseíto por el parque (algo tan fácil que no requería esfuerzo alguno), sino que iba a ser un vuelco de 60-90 días para entregarle todo a Chalabi y al Consejo Nacional Iraquí. El Departamento de Defensa podría entonces lavarse las manos de todo el asunto y partir con prontitud, fluidez y naturalidad. Y entonces habría un Irak democrático, más propenso a nuestros deseos y anhelos, en surgimiento. Y eso sería todo.

Sabemos ahora, por supuesto, que la guerra se libró, de hecho, bajo estas premisas y que Irak fue ocupado con esas suposiciones imperialistas tan disparatadas. El historial de Chalabi, como informante y banquero, después de todo no es el mejor posible. Nadie necesita que le recuerden lo ocurrido en Irak después de la caída de Saddam Hussein. La terrible carnicería, el pillaje, la devastación de bibliotecas y museos (responsabilidad absoluta de los militares estadunidenses en el poder), la destrucción total de la infraestructura, la hostilidad de los iraquíes -que después de todo no son un grupo único ni homogéneo- hacia las fuerzas angloestadunidenses, la inseguridad y las carencias de la vida cotidiana en Irak y, sobre todo, la extraordinaria incompetencia humana de Garner, Bremer, sus esbirros y soldados para encarar los problemas del Irak de la posguerra (enfatizo la palabra "humana") dan testimonio de lo ruinosos e impostados que son el pragmatismo y el realismo del pensamiento estadunidense, que se supone debía contrastar con el de gente inferior, seudopueblos como los árabes, llenos de ilusiones y con un lenguaje deficiente como núcleo. La verdad del asunto es que la realidad no se pone a la orden de los individuos (no importa cuán poderosos sean) ni se adhiere necesariamente más a algunos pueblos y mentalidades que a otros. La condición humana está hecha de experiencias e interpretaciones, y éstas nunca son dominadas totalmente por el poder. Son el ámbito común de los seres humanos en la historia. Los terribles errores cometidos por Wolfowitz y Leith provienen de que en su arrogancia sustituyen con un lenguaje abstracto e ignorante una realidad mucho más compleja y recalcitrante. Los apabullantes resultados siguen frente a nosotros.

Así que no debemos aceptar ya más la demagogia, que pretende que el lenguaje y la realidad son propiedad exclusiva del poder estadunidense o de las así llamadas perspectivas occidentales. El corazón del asunto es, por supuesto, el imperialismo, esa misión asumida (a fin de cuentas banal) de librar al mundo de figuras del mal, como Saddam Hussein, en nombre de la justicia y el progreso.

Las justificaciones revisionistas de la invasión a Irak y de la guerra estadunidense contra el terrorismo (una de las importaciones menos aceptables de otro fallido imperio anterior, Gran Bretaña, pues vulgarizan el discurso y distorsionan los hechos y la historia con alarmante fluidez) son ahora una proclama de periodistas británicos en Estados Unidos, que no tienen la honestidad suficiente para decir claramente sí, somos superiores y merecemos el derecho de darle a los nativos una lección en cualquier parte del mundo donde sintamos que son latosos y atrasados. ¿Y por qué tenemos este derecho? Porque esos nativos de pelo lanudo (que conocemos porque gobernamos nuestro imperio durante 500 años y ahora queremos que Estados Unidos tome la batuta) fallaron. Erraron porque no entienden nuestra civilización superior, por ser adictos a la superstición y al fanatismo, y porque son tiranos sin regeneración posible que merecen castigo; y nosotros, por Dios, somos quienes haremos ese trabajo en nombre de la civilización y el progreso.

Si alguno de esos veleidosos periodistas acróbatas (que han servido a tantos amos que no tienen ya soporte moral alguno) puede incluso citar a Marx y otros académicos alemanes, pese a su antimarxismo devoto y a su flagrante ignorancia de lenguas y escolaridades no inglesas, mejor para ellos. Parecen más listos de lo que son. Lo que manejan es puro racismo, crudo en el fondo, por mucho que lo acicalen.

En realidad el problema es mucho más profundo e interesante de lo que imaginaron los polemistas y publicistas del poder estadunidense. Por todo el mundo la gente experimenta las apreturas de una revolución del pensamiento y el vocabulario mediante la cual el neoliberalismo y el "pragmatismo" estadunidenses son presentados por los diseñadores de políticas como norma universal, cuando de hecho -como vemos en el caso de Irak que cito- hay toda suerte de resbalones y dobles criterios en el uso de palabras como "realismo" y "pragmatismo"; otras -como "secular" y "democracia"- hay que repensarlas y revaluarlas por completo. La realidad es muy compleja y multiforme para prestarse a fórmulas insípidas como aquella de que "un Irak democrático y dispuesto hacia nosotros dará resultado". Razonamientos así no pasan la prueba de la realidad. No pueden imponerse significados de una cultura a otra, como tampoco pueden una lengua y una cultura, por sí solas, poseer el secreto de cómo hacer las cosas con eficiencia.

Arabes y estadunidenses, debo reconocer, nos hemos permitido por mucho tiempo algunas consignas muy vociferantes acerca de "nosotros" y de "nuestro" modo de discutir, razonar e intercambiar experiencias. Uno de los principales fracasos de casi todos los intelectuales árabes y occidentales de hoy es haber aceptado términos como secularismo y democracia sin debate o sin riguroso escrutinio, como si todos supiéramos qué significan dichos términos. Hoy, Estados Unidos tiene una población carcelaria más grande que cualquier país sobre la tierra. Tiene también el mayor número de ejecuciones del mundo. Para ser elegido presidente no se requiere ganar el voto popular, sino gastar más de 200 millones de dólares. ¿Cómo pueden estas cuestiones pasar la prueba de la "democracia liberal"?

Así que en vez de organizar sin escepticismo los términos del debate en torno a concepciones no examinadas como "terrorismo", "atraso" y "extremismo", deberíamos presionar buscando un tipo de discusión más exacto, más exigente, en el que los términos se definan desde varios puntos de vista y se sitúen en circunstancias históricas concretas. El gran peligro es que el pensamiento "mágico" a la Wolfowitz, Cheney y Bush pase por ser el criterio supremo para que todos los pueblos y lenguas lo sigan. En mi opinión Irak es un ejemplo sobresaliente, no debemos permitir que esto ocurra sin más, sin un debate tenaz y un análisis profundo, y no debemos ser coaccionados a creer que el poder de Washington es tan irresistiblemente imponente. En cuanto a Medio Oriente, la discusión debe incluir a musulmanes, árabes, israelíes y judíos como participantes iguales. Apremio a todo mundo a unirse y no dejar sin cuestionar el campo de los valores, las definiciones y las culturas. Ciertamente, no son propiedad de unos cuantos funcionarios de Washington o responsabilidad de unos cuantos gobernantes de Medio Oriente. Hay un campo que es común a la tarea humana, que se crea y se recrea, y ningún cúmulo de bravata imperial podrá esconder o negar ese hecho.
 

* Intelectual de origen palestino-estadunidense, premio Príncipe de Asturias por su labor en favor de la pacificación en Medio Oriente y profesor de literatura en la Columbia University

Traducción: Ramón Vera Herrera

© Edward W. Said

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