México D.F. Domingo 24 de agosto de 2003
MAR DE HISTORIAS
Fantasmas del desierto
Cristina Pacheco
Oyeme y luego me dices si tengo razón o no en querer
que venga un sacerdote: eran como las once de la noche cuando llegó
Isaura a mi tungarcito. No había vuelto a tener noticias
suyas y jamás pensé que volvería a verla. Me pareció
más flaca. La saludé. Cuando vi la bolsa que le colgaba del
brazo, entendí que había regresado con el mismo propósito
de su primer viaje: mandarle una muda de ropa a su hijo Gabriel. ¡Qué
locura!
Desde que Gabriel salió de Guanajuato, Isaura no
había sabido nada de él. Ese silencio le daría mala
espina a cualquiera; a ella no, porque su corazón de madre sigue
diciéndole que su hijo vive. ''¿En dónde?'', le pregunté
la primera noche. ''En el desierto. Escondido, esperando un buen momento
para llegar a San Diego''. No me atreví a desanimarla diciéndole
que el desierto no es amigo ni cómplice de nadie: mata, quema, enloquece
a la gente -si es que antes no le agarra la delantera alguno de los cabrones
que rastrean a los que pasan para quitarles el dinero y hasta la vida.
II
Esto que te cuento sucedió en noviembre, así
que ya va para cuatro años que conocí a Isaura. Aquella noche
el aire helado le traspasaba el suetercito rabón. Cuando se acercó
le ofrecí un café. ''¿A cómo vale?'' Uh, llevaba
mucho tiempo sin oír que alguien preguntara un precio de esa manera.
Todos nomás dicen: ''¿Cuánto?'' Le respondí
a Isaura: ''Primero tómeselo''. Por lo mucho que temblaba casi no
pudo agarrar la taza y me dio lástima: ''¿Nadie le dijo que
aquí el aire tiene filo? Venga, siéntese acá, donde
el plástico ataja las corrientes''.
Me miró desconfiada. Seguro pensó que esperaba
un descuido suyo para quitarle la bolsa que traía colgándole
del brazo. Se me hizo raro: los que van a cruzar llegan con lo que traen
puesto y nada más. Necesitan ir ligeros para correr y ganarle a
los rangers, al sol, a las culebras o a los asaltantes: no sé
qué será peor. Isaura se puso nerviosa cuando apareció
la patrulla de los Angeles Amigos. En el rondín de medianoche
pasan a verme. Siempre me recomiendan que levante mis cosas temprano. No
les hago caso: después de las once es cuando más trabajo
tengo. A esas horas todavía llegan grupos de muchachos, ancianos,
niños, mujeres solas. Vienen con el estómago vacío,
pero antes de irse se dan un lujo que puede ser el último: tomar
algo caliente.
En cuanto los Angeles se despidieron le pregunté
a Isaura cuándo quería pasarse al otro lado. ''¿Yo?
¡No! Sólo vine a traerle ropa limpia a mi Gabriel. Aunque
estén grandes, uno sigue preocupándose por los hijos como
si fueran criaturitas. ¿A poco no?'' Le respondí que no sabía
porque no tengo hijos ni marido. Isaura me vio con admiración: ''Ha
de ser muy cansado atender solita un negocio como éste. ¿Trabaja
todo el día?'' ''Nomás de noche''. ''Y eso ¿por qué?''
Me gustó su pregunta. Me daba un pretexto para
hablarle de mis cosas. Le conté de cuando Nicasio, su hermano Tomás
y yo llegamos al muro y nos estuvimos un buen rato agachados, esperando
el momento en que ellos pudieran pasar: ''Estaba helando, temblábamos.
Nicasio dijo que daría cualquier cosa por tomarse un café
bien caliente. Imposible, aunque pudiéramos pagarlo, porque en todo
esto no había ni siquiera un puestecito, sólo basura y charcos.
¿Se imagina?'' Isaura no me respondió: se había quedado
dormida.
III
Aquella noche de noviembre no tuve oportunidad de entrar
en más detalles. No le dije a Isaura que Nicasio se dio un plazo
de seis meses para mandar a su hermano a buscarme. Con esa ilusión,
seguí trabajando en la casa de unos canadienses. Me despertaba con
el ansia de que Nicasio me llamara; anochecía con la misma esperanza.
Al año Tomás se presentó en mi trabajo. La sorpresa
fue tanta que me quedé en blanco. ¿A poco no te acuerdas
de mí?
Llegó para avisarme que Nicasio había fallecido
en un hospital, a consecuencia de un accidente. No entendí o no
quise entender lo que Tomás siguió diciéndome: Llevábamos
como cinco meses en San Diego. Nos dijeron que Mauro, un paisano dueño
de una tiendita, necesitaba dos ayudantes. En el camino un coche atropelló
a Nicasio: el gringo ni se detuvo. Mi hermano quedó nomás
desmayado pero no le salió sangre. Por eso y por miedo a que nos
pescara la migra, seguimos de largo a la tienda de Mauro. Buena onda, nos
dio trabajo y cuarto. Nicasio no quería llamarte hasta que estuviera
bien. Los dolores de cabeza no lo dejaban en paz. Mauro me aconsejó
que llevara a mi hermano al hospital. No sirvió de nada: Nicasio
murió y a mí me retacharon para acá. Me quedé
muda y seca. Tomás me malinterpretó. Mi hermano no era
un gacho; me consta que se murió con ganas de llamarte, pero si
no me crees... Mañana me regreso a Guanajuato. ¿Tú
piensas quedarte aquí?
No pude contestarle y mejor se despidió. Me pasé
toda la noche tratando de recordar lo que Nicasio y yo habíamos
platicado. Lo único que se me vino a la cabeza fue lo que dijo Nicasio
antes de echarse a correr: ''Lo que daría por tomarme una taza de
café caliente''. Entonces decidí lo que haría. En
la mañana, cuando le avisé a mi patrona canadiense que renunciaba
al trabajo para montar un puesto de café junto al muro, en Banderilla,
la señora se quedó de a seis. Menos mal que no le dije que
lo hacía en memoria de Nicasio: creo que se hubiera muerto.
IV
En el 99 era menos difícil pasar al otro lado por
Tijuana. Me acuerdo que la noche en que conocí a Isaura tuve muchísimo
trabajo. Me había olvidado de ella cuando de pronto se levantó
y se acercó a enseñarme una foto. ''Este es Gabriel, mi hijo:
¿lo ha visto? Hace poco atravesó por aquí''. No quise
ilusionarla y le aclaré: ''Pasa mucha gente. Todos quieren que les
sirva rápido y no alcanzo a verles ni la punta de la nariz''. A
Isaura no le importó lo que dije y siguió hablando: ''Gabriel
traía camisa blanca, pantalón de mezclilla y tenis; su escapulario
con San Cristóbal y la Virgen de Guadalupe''.
Como la descripción cuadraba con la de muchos hombres
a los que veo, le pedí a Isaura que me dijera si su hijo tenía
alguna seña particular. Se acarició la frente: ''Una cicatriz
fruncida arriba de la ceja. Por tapársela con el pelo siempre andaba
greñudo. Véalo''. Miré la foto y le pregunté
a Isaura cuándo se la había tomado. ''Antes de que viniera
lo llevé a San Juan de los Lagos y allí se retrató.
Mi hijo le puso la fecha. Mire''. Al leer ''15 de agosto de 1998'' sentí
horrible y le devolví a Isaura el retrato.
Gracias a Dios, en ese momento llegaron dos niños
a pedirme un café. Isaura se les acercó: ''¿Van al
otro lado?'' El más bajito le hizo una seña a su hermano
y los dos le dieron la espalda. Isaura les ofreció la bolsa: ''Aquí
le traigo ropa limpia a mi hijo. Necesito que se la lleven''. Acarició
la foto: ''Es mi Gabriel. Ha de estar escondido por allí en alguna
parte''. Los niños rieron. Me acerqué a Isaura y le pedí
la bolsa: ''Están muy chamacos y capaz de que la pierdan. Déjemela.
Mañana, cuando venga alguna persona de más razón,
le encargo que se la lleve a Gabriel''. Isaura estuvo conforme: ''Bueno,
así podrá estrenar el día de su santo: 29 de septiembre''.
Dio la media vuelta y se fue. Pensé que no volvería a verla,
pero este lunes en la noche regresó.
Lo raro es que antes de que ella apareciera vino a mi
tungarcito un hombre a pedir café. Se veía cansadísimo
y muy necesitado. Cuando se acercó a pagarme le descubrí
una cicatriz en la frente y sin pensarlo, como si alguien me lo ordenara,
saqué la bolsa con la ropa que había guardado cuatro años
y se la regalé.
¿Cómo ve que le hable a un padre para que
le eche la bendición a mi tungarcito? No creo en aparecidos,
pero esto se me hizo raro.
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