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México D.F. Domingo 24 de agosto de 2003
Angeles González Gamio
El retorno de Tláloc
Es bien sabido que por el hundimiento que padece el Centro Histórico como consecuencia de la exagerada extracción de agua de los mantos acuíferos, los vestigios de los templos y palacios mexicas están surgiendo de las entrañas de los antiguos lagos, poniendo en riesgo las construcciones que erigieron sobre ellos los conquistadores españoles. Entre los casos más severos se encuentra la Catedral Metropolitana, que parece que ya se salvó de partirse en pedazos, por las notables obras que llevó a cabo un grupo de expertos mexicanos, encabezados por el arquitecto Sergio Saldívar.
Medio en broma y medio en serio, el arqueólogo Eduardo Matos, quien sacó a la luz los restos del magno Templo Mayor, dice que los dioses prehispánicos se están vengando al salir a la superficie, destruyendo la arquitectura española que intentó desaparecerlos.
Una de las deidades principales era Tláloc, el dios del agua, que estos días parece estar desatando su furia, como lo hemos visto con las torrenciales lluvias que han asolado a la ciudad, causando severas inundaciones que nos hacen recordar las que ha padecido la ciudad de México a lo largo de su historia. En realidad no podía ser de otra manera, ya que nuestros antepasados aztecas -por razones políticas, económicas y religiosas- fundaron su capital en la parte más baja de la cuenca, en unos islotes que sobresalían de las aguas. Cinco hermosos lagos la rodeaban: Texcoco, Xochimilco, Chalco, Zumpango y Xaltocan.
En los islotes edificaron sus templos y palacios principales y en los alrededores crearon sus barrios, con el ingenioso sistema de chinampas, esas que aún podemos admirar en Xochimilco. Así surgió una urbe prodigiosa, cruzada de canales, que lograban la mayor parte del tiempo un equilibrio de las aguas. Sin embargo no estuvieron libres de inundaciones; para evitarlas, bajo la sabia dirección del emperador texcocano Nezahualcóyotl, se edificó un sólido dique, que separaba las aguas saladas del lago de Texcoco de las dulces del de México. Esta obra fue conocida por los españoles como el albarradón de los indios y fue destruida y rehecha en múltiples ocasiones.
Ya hemos hablado del desequilibrio que ocasionó que se cegaran acequias y canales, con objeto de que los hispanos tuvieran calles para sus caballos y carruajes. Esto agudizó los problemas de invasión de las aguas. El asunto se tornó tan grave que se optó por hacer una obra magna, que sacara de la cuenca los caudales más peligrosos.
Para ello se contrató a un polifacético personaje -impresor, editor, intérprete, ingeniero- de origen alemán, que castellanizó su nombre como Enrico Martínez. El retomó una propuesta de siglo XVI, que consistía en juntar el agua de dos lagunas y un río, sacarlas por una profunda zanja que pasaría por el pueblo de Huehuetoca, abrir un gran tajo en el cerro de Nochistongo y por ahí sacar el noble fluido, que al desbordarse se torna en maligno. Poco tiempo antes de concluir estos trabajos, en septiembre de 1629, llovió torrencialmente durante días, para alcanzar el cenit con un aguacero que se inicio el día de San Mateo, que duró 36 horas seguidas, con el resultado de que la ciudad completa se anegó, permaneciendo así a lo largo de cinco años.
Las consecuencias fueron catastróficas: 30 mil indios murieron ahogados o de hambre, de las 20 mil familias españolas que poblaban la ciudad sólo quedaron 400, pues la mayoría se fue a Puebla, que en ese entonces comenzó a engrandecerse. Se clausuraron los templos, los conventos fueron abandonados, el comercio cerró, hubo hambrunas y epidemias, las misas se celebraban en balcones y azoteas. Las imágenes de los santos más milagrosos se paseaban en canoa por toda la ciudad, pidiendo alivio a tantas calamidades. Esta amarga experiencia aceleró el desagüe de la antigua capital mexica, pero nunca se logró terminar del todo con las inundaciones, como lo estamos viendo en estos días. No olvidemos que los 14 ríos que alimentaban la cuenca allí están, aunque los hayamos entubado y estúpidamente los arrojemos al desagüe; continúan llegando a las orillas de la capital y cuando se salen de madre buscan sus viejos caminos.
Las aguas, ya lo decían los abuelos, tienen memoria. Después de un buen aguacero caen muy bien unos churros con chocolate calientito y espumoso. El lugar ideal: El Moro, que ofrece estas ricuras desde hace 60 años en su sede de San Juan de Letrán 42, hoy Eje Central. Ya sabe que puede elegir el chocolate ligerito, a la francesa, el denso a la española o a la mexicana, como lo preparamos en la casa. [email protected]
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