Hermann Bellnghausen
El secreto de los muros
En la casa hay una habitación, y tres ventanas. Una mira al norte, y es pequeña por ser más fría. Las otras, ventanales, dan a la salida y la puesta del sol. La pupilas dilatadas del viejo las atraviesan cuando entra o sale de la habitación.
En la casa del viejo Toburo hay tres sillas, que a veces se llenan de los amigos que no han muerto y beben aguardiente sin moderación (a tan avanzada edad quién la necesita). Las visitas profieren recuerdos que en el silencio estallan palabras repentinas que los otros aceptan, sólo Toburo discute o ponen en duda con estallidos breves, una que otra detonación en el bosque, para animar la conversación.
A la casa del viejo Toburo entran insectos muy grandes, pero inofensivos. La tenue luz de los candiles nocturnos atrae a las falenas más fantásticas y delirantes, diseñadas por algún artista del primor, blancas y azules; mariposas de terciopelo negro; polillas plateadas y doradas. En las alas de una mariposa corriente, las noches templadas asoman dos ojos redondos, entre azul y morado y pestañas verdes, que hacen sentirse a Toburo en presencia de alguien. Quien es mirado no está solo.
El tamaño no importa a los viejos con la amplitud de criterio que tiene Toburo. Pero en materia de insectos sí importa y mucho. Cómo comparar siquiera. La infame pulga, la chinche de catre, el mosquito incansable y brutal adolecen la dignidad de la libélula en los mantos de agua, metálica y aerodinámica, elegante. Los escarabajos como jade. Nubes amarillas de mariposas sobre el lodazal de las estaciones. Las fastuosas falenas se abren de capa en casa de Toburo, rodean sus farolas y se posan en los objetos menudos. Las luciérnagas reinan afuera, y adornan las tres ventanas.
La puerta en el muro del sur conduce al muelle, donde Toburo aún puede saltar al bote y navegar hacia otras márgenes del archipiélago donde el Pacífico, siempre pendenciero, por una vez en el hemisferio hace honor a su nombre. El viejo Toburo gusta remar hasta el templo sumergido de Shinto, y aunque no es creyente (cómo podría serlo alguien sensato como él), rema bajo los arcos de Tori y coloca guijarros en ellos para reencarnar como pájaro.
Qué tranquilidad debe dar la creencia de que uno reencarna. Hasta eso, envidia a los creyentes.
El mar es el huerto en casa de Toburo, rico en frutos, peces y algas nutricias. Una vez arrojadas las redes de los pescadores en la bahía, nunca retornan vacías.
La casa de Toburo se destruye constantemente. En temporada de tifones pierde el techo y alguna pared. Las casas de la costa están formadas por eso de bambú y papel. Su arquitectura no aspira a durar, sino a reproducir la fugacidad.
Las reumas han vuelto flojo a Toburo. Pasa días enteros a base de pescado seco, aunque sus dientes ya no son lo que solían. Cada que reedifica, no obstante estos cansancios, pone cuidado en que las ventanas vuelvan a su lugar: importan más que los muros.
La casa del viejo Toburo recibe ocasionales cartas, enviadas desde ciudades lejanas y países exóticos de Europa y Asia meridional. Sus hijos y nietos viven en la capital de la provincia. Ya poco va, o vienen ellos, de visita. No por falta de afecto, qué va. Es sencillamente la vida. Y está bien así. Toburo agradece al sol que asoma en la ventana del este. La delicada sombra de las ramas del ciruelo sobre la frazada del viejo pescador traza la certidumbre de otro comienzo.
Una certidumbre falsa, por supuesto, y Toburo lo sabe. Se permite la ilusión, igual que se abandona a la deriva sobre el templo sumergido las tardes de verano. Las grullas vuelan con el plumaje lleno de aire, y en los amplios ojos del viejo suenan las voces de todos los que amó y sigue amando. La ropa de Toburo y su cabello impregnado de intemperie huelen a viento.