Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 16 de abril de 2003
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Política

Bernardo Barranco V.

Semana Santa en tiempos de muerte en Irak

La muerte se pasea como espectáculo desde Irak hacia todo el mundo. Los medios de información han mostrado el mortífero despliegue tecnológico de Estados Unidos, que como imperio ha victimado a miles de inocentes en nombre de una cultura supuestamente "bendecida" por el Dios de la libertad y de la democracia occidental.

Es el Dios de Novak y de la ultraderecha conservadora estadunidense. Es la deidad del mercado absoluto del que el Vaticano no sólo toma distancia, sino que descalifica. La globalidad petrolizada y fundamentalista de George W. Bush sacrifica y aplasta al pueblo iraquí sin advertir que lo que realmente está provocando es la ira sagrada, la furia y la sed de venganza de los pueblos islámicos. Por ello, Juan Pablo II ha hecho un llamado a vivir esta Semana Santa desde la experiencia del sacrificio y muerte del pueblo iraquí, rechazando la soberbia de una teología estadunidense barata e ideologizada. Con más razón hoy conviene recordar las raíces cristianas de todo lo que envuelve la Semana Santa.

Hace años las tradiciones religiosas nos parecían caducas, pero hoy nos preguntamos si el siglo XXI transitará entre explosiones de búsquedas espirituales y fundamentalismos retrógradas. Conviene entonces ir a las raíces de la Semana Santa, que es la celebración litúrgica más intensa de las fiestas del ciclo pascual.

La Cuaresma precede a la pascua de la resurrección de Cristo, constituyendo una de la instituciones del calendario litúrgico cristiano más significativo, que en su origen pretendía preparar a los fieles -de manera especial a los catecúmenos para que recibieran el bautizo- a celebrar la resurrección, que es la oferta más importante del cristianismo. En la Semana Santa se concentraban tiempos de penitencia y de renovación espiritual. Se celebra la muerte y la resurrección de Jesús, momento cumbre en la historia del cristianismo. Se trata, pues, de guardar el recuerdo de un acontecimiento paradigmático en la historia del cristianismo, es decir, el sacrificio y la resurrección de Jesús, y sobre todo de revelar el sentido de la muerte, el asesinato y el martirio cruel de Cristo en la cruz. Es tan profunda esta huella que la liturgia cristiana celebra el hecho explicando primero quién era Jesús en su condición humana para después exponer los acontecimientos en sus diferentes niveles, es decir, la actitud de los discípulos, las responsabilidades respectivas de judíos y de romanos.

En cada uno de los cuatro evangelios la narración de la pasión de Jesús ocupa un lugar central en los cuatro capítulos del Nuevo Testamento (Mt 26-27; Mc 14-15; Lc 22-23; Jn 18-19), hasta el punto de decir que los evangelios son el relato de la pasión con un largo preámbulo.

Cada uno le imprime un sello propio: Lucas enfatiza en el amor, Marcos exalta el dolor y la soledad de Jesús, mientras Mateo acentúa la dimensión escatológica del desenlace.

Flavio Josefo, historiador judío, recuerda que la crucifixión realizada por los romanos, importada de los fenicios, se aplicaba para ejecutar esclavos, malhechores y judíos rebeldes. Jesús de Nazaret fue crucificado por sedicioso contra el gobierno de Roma en Judea. Roma califica a Jesús de amenaza política, mientras que la comunidad hebrea, además de reconocer en él un peligro público, lo ejecuta por ser un temible disidente religioso. Y en la medida en que el cristianismo se fue imbricando en la cultura romana, culpabilizó ahistóricamente a los judíos de haber asesinado a su Mesías; los judíos eran, pues, deicidas, desatando el antisemitismo que hasta la fecha perdura y que está en el corazón de los debates y acusaciones, por ejemplo, sobre la laxa actitud del papa Pío XII respecto a la persecución nazi contra el pueblo hebreo durante la Segunda Guerra Mundial.

Sin la resurrección de Jesús no habría cristianismo como religión ni como confesión. El triunfo sobre la muerte es más que una oferta religiosa de la vida después del fenecimiento; la resurrección cristiana es también la victoria sobre las injusticias y la humillación. El hecho de que Cristo, después de haber sido agraviado en su condición humana, fuera sepultado y haya vuelto "elevándose de entre los muertos" representa la derrota de la muerte y la proclamación de la vida, más allá de su connotación biológica. Sino de la vida plena en su connotación social.

Pensar hoy en Irak es con la esperanza cristiana de la resurrección. Es solidarizarse no sólo con las víctimas inocentes de una guerra absurda, sino con una cultura aparente y temporalmente avasallada. Las culturas de la región son sólidas como el paso de los siglos y habrán de resurgir fortalecidas de este infortunio histórico de la invasión. Nosotros, siguiendo al reformador alemán Martín Lutero, identificamos a la guerra como la mayor de las plagas que pueden afligir a la humanidad, porque destruyen los estados, las familias, las creencias; "cualquier calamidad es preferible a la guerra". Por ello, la esperanza cristiana de la dialéctica muerte-resurrección adquiere en estos momentos relevancia simbólica para pensar en el futuro iraquí.

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