Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Sábado 12 de abril de 2003
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Mundo
GUERRA CONTRA IRAK

A salvo de los saqueadores, el fastuoso edificio; allí funcionaría el nuevo gobierno

El palacio de Saddam Hussein, una obsesiva mezcla de gloria y banalidad

ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL THE INDEPENDENT

Bagdad, 11 de abril. El asiento está forrado de terciopelo rojo y es mullido y cómodo pese al respaldo recto y el estilo austero, con grandes descansabrazos dorados en los que Saddam Hussein podía apoyar las manos -eran su obsesión- y sin una puerta detrás por la que pudieran entrar asesinos.

No hay un apoyo para los pies, pero los sofás y sillones de la vasta cámara de conferencias internas del palacio Jumhouriyah de Saddam estaban dispuestos de tal modo que todo funcionario quedaba en un nivel ligeramente más bajo que el califa.

¿Que si me senté en el trono de Saddam? Claro que sí. Todos tenemos en el alma un algo oscuro que nos exige entender el mal más que el bien porque, supongo, nos resulta más fascinante la maquinaria de la crueldad y la del poder que los ángeles.

Así pues, me senté en el trono, puse las manos en los descansabrazos y examiné la cámara oscurecida, de relucientes tonos dorados, en la que hombres de gran poder se sentaban aterrados ante el que tomaba asiento en el lugar donde yo estaba.

"Le interesaban mucho los ejércitos y las flotas", escribió Auden respecto de su dictador epónimo, "y conocía las flaquezas humanas como la palma de su mano."

Detrás del trono hay un enorme lienzo en el que está pintada la mezquita de Al Aqsa de Jerusalén -menos los asentamientos judíos, claro-, de forma que la tercera ciudad sa-grada del Islam colgaba sobre la cabeza del más poderoso de los guerreros iraquíes.

Y frente al sillón de Saddam Hussein -no hay electricidad; la sala está en penumbra y la antorcha que iluminaba el lienzo sólo producía un ahogo de asombro y una horrible claridad- estaba una obra diferente de arte baazista.

Mostraba un grupo de enormes misiles, con llamas en la cola, que ascendían hacia un cielo siniestro cubierto de nubes; cada cohete estaba envuelto en una bandera iraquí y mostraba la leyenda "Dios es grande".

Lo divino y lo profano, frente a frente en este edificio central del poder baazista. La tercera división de infantería de Estados Unidos, que acampa en los salones de mármol y los cuartos de la servidumbre, ha buscado en vano los túneles subterráneos que deben de conectar este complejo con el bombardeado Ministerio de la Defensa, que queda al lado.

Han mantenido a raya a los saqueadores (aunque encontré algunos llevándose televisores y computadoras de las pequeñas villas que forman parte del palacio) porque, según dicen, el general Tommy Franks probablemente establezca aquí su proconsulado y, si los estadunidenses pueden crear un gobierno iraquí complaciente, Ahmed Chalabi y sus comparsas podrían manejar el país desde este vasto complejo seudosumerio dentro de unos meses.

Zoológico en miniatura

Encontré intacta la alberca de Saddam, con sus vastos palmares y jardines de rosas. De hecho -cuán a menudo hombres brutales están rodeados de belleza- el aroma de las rosas se filtra aun en estos días hacia los amplios salones, las cámaras y los corredores subterráneos del palacio Jumhuriyah.

Las peonias, capuchinas y rosas son de colores rojo intenso, rosa, blanco y carmesí, están cubiertas de mariposas blancas y el agua brota de llaves colocadas entre los macizos de flores, aunque la tercera división estadunidense no ha encontrado aún las bombas que la impulsan.

Hay incluso un zoológico en miniatura, con un apapachable oso viejo y cachorros de león que los militares estadunidenses han estado alimentando con una oveja viva cada día.

En el cuarto de lavado que está al lado de la alberca se han juntado montones de libros para llevarlos a otra parte -poesía iraquí y, quién lo creyera, volúmenes de jurisprudencia islámica-, mientras por el suelo hay máquinas de ejercicio destinadas a mantener más o menos en forma al segundo Saladino.

Su cumpleaños número 68 caerá -si es que está vivo- dentro de poco más de una semana. Sobre la puerta están inscritas las iniciales S. H.

Al recorrer los kilómetros de pasillos -después de andar el camino de tres kilómetros que da entrada al palacio, cruzando otros campos de rosas, palmeras y rimeros de municiones usadas, y percibiendo el olor de algo muerto y espantoso más allá de las flores- uno se siente impactado por la obsesiva mezcla de gloria y banalidad.

Los candelabros de cinco metros de alto inspiran pasmo, pero el juego de baño, de oro macizo -un sujetarrollos de papel higiénico de oro puro, por Dios, y llaves del mismo metal en el lavabo-, crea una especie de agresión cultural.

Si la idea era que uno quedara intimidado por el poder de Saddam -así como el Coliseo y los arcos del triunfo tenían el propósito de impresionar al pueblo romano-, qué se podía decir de las estrechas escaleras de mármol sin pulir o de los techos chapeados en oro de la antecámara, y sus enormes muros de mármol grabados con citas de los interminablemente aburridos discursos de "su excelencia el presidente Saddam Hussein".

Fascista, es la palabra que viene de inmediato a la mente, pero un fascismo con ribetes de Don Corleone.

En esa enorme sala de conferencias se sentaban los señores asistentes -los amos principales del partido Baaz, los custodios de la seguridad de los que dependía el régimen-, quienes intentaban con desesperación mantenerse despiertos mientras su líder se embarcaba en sus explicaciones de cuatro horas de duración sobre el estado que guardaba el mundo y el lugar que en él correspondía a Irak.

Mientras él hablaba del sionismo, podían admirar la mezquita de Al Aqsa. Cuando se enojaba podían contemplar los pavorosos misiles ascendiendo hacia ese cielo refulgente en el que las nubes se cernían a una altura opresivamente baja sobre la tierra.

Sus palabras están grabadas incluso en la roca de los muros exteriores del palacio, en los que cuatro bustos de casi siete metros de alto del gran guerrero Hammurabi, ataviado con un casco y un collarín medieval, se mi-ran uno a otro en cada costado del patio.

Pero este Hammurabi lleva bigote y guarda un asombroso parecido con Saddam.

¿Qué pensará el general Tommy Franks de esto? ¿Realmente tendrá aquí sus reuniones de gabinete el nuevo gobierno iraquí, mientras estos cuatro monstruos miran a sus mercedes suministrados por Washington? Los enchapados de oro, el mármol, los candelabros, la sola altura y profundidad de las cámaras quitan el aliento.

En uno de los salones, una bóveda dorada como de panteón griego refulge sobre las paredes, y cuando grité "Saddam" escuché el nombre repetido por el eco durante casi un minuto. Y tuve la absoluta convicción de que Saddam hacía precisamente eso.

Si pudo dar instrucciones a sus albañiles de grabar con su nombre las paredes, de se-guro también quería oírlo repetido en las alturas de su palacio.

Muy abajo se encuentra el cinematógrafo privado de Saddam, con sus asientos patentados de cuero azul y dos rollos de película -una francesa, la otra rusa- aún aguardando la última función.

Afuera, más allá de los grandes prados y las fuentes, están los tanques Abrams de la tercera división de infantería estadunidense, cuyos nombres hablan de la banalidad y el poder de otra nación.

En sus cañones se puede leer cómo han bautizado los tripulantes a sus monstruos blindados: Perro Atómico, Aniquilador, In-cendiario, Antrax, Angustia, Agamenón.

Saddam Hussein los habría aprobado.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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