GUERRA CONTRA IRAK
A salvo de los saqueadores, el fastuoso edificio;
allí funcionaría el nuevo gobierno
El palacio de Saddam Hussein, una obsesiva mezcla de
gloria y banalidad
ROBERT FISK ENVIADO ESPECIAL THE INDEPENDENT
Bagdad, 11 de abril. El asiento está forrado
de terciopelo rojo y es mullido y cómodo pese al respaldo recto
y el estilo austero, con grandes descansabrazos dorados en los que Saddam
Hussein podía apoyar las manos -eran su obsesión- y sin una
puerta detrás por la que pudieran entrar asesinos.
No hay un apoyo para los pies, pero los sofás y
sillones de la vasta cámara de conferencias internas del palacio
Jumhouriyah de Saddam estaban dispuestos de tal modo que todo funcionario
quedaba en un nivel ligeramente más bajo que el califa.
¿Que si me senté en el trono de Saddam?
Claro que sí. Todos tenemos en el alma un algo oscuro que nos exige
entender el mal más que el bien porque, supongo, nos resulta más
fascinante la maquinaria de la crueldad y la del poder que los ángeles.
Así pues, me senté en el trono, puse las
manos en los descansabrazos y examiné la cámara oscurecida,
de relucientes tonos dorados, en la que hombres de gran poder se sentaban
aterrados ante el que tomaba asiento en el lugar donde yo estaba.
"Le interesaban mucho los ejércitos y las flotas",
escribió Auden respecto de su dictador epónimo, "y conocía
las flaquezas humanas como la palma de su mano."
Detrás del trono hay un enorme lienzo en el que
está pintada la mezquita de Al Aqsa de Jerusalén -menos los
asentamientos judíos, claro-, de forma que la tercera ciudad sa-grada
del Islam colgaba sobre la cabeza del más poderoso de los guerreros
iraquíes.
Y frente al sillón de Saddam Hussein -no hay electricidad;
la sala está en penumbra y la antorcha que iluminaba el lienzo sólo
producía un ahogo de asombro y una horrible claridad- estaba una
obra diferente de arte baazista.
Mostraba un grupo de enormes misiles, con llamas en la
cola, que ascendían hacia un cielo siniestro cubierto de nubes;
cada cohete estaba envuelto en una bandera iraquí y mostraba la
leyenda "Dios es grande".
Lo divino y lo profano, frente a frente en este edificio
central del poder baazista. La tercera división de infantería
de Estados Unidos, que acampa en los salones de mármol y los cuartos
de la servidumbre, ha buscado en vano los túneles subterráneos
que deben de conectar este complejo con el bombardeado Ministerio de la
Defensa, que queda al lado.
Han mantenido a raya a los saqueadores (aunque encontré
algunos llevándose televisores y computadoras de las pequeñas
villas que forman parte del palacio) porque, según dicen, el general
Tommy Franks probablemente establezca aquí su proconsulado y, si
los estadunidenses pueden crear un gobierno iraquí complaciente,
Ahmed Chalabi y sus comparsas podrían manejar el país desde
este vasto complejo seudosumerio dentro de unos meses.
Zoológico en miniatura
Encontré
intacta la alberca de Saddam, con sus vastos palmares y jardines de rosas.
De hecho -cuán a menudo hombres brutales están rodeados de
belleza- el aroma de las rosas se filtra aun en estos días hacia
los amplios salones, las cámaras y los corredores subterráneos
del palacio Jumhuriyah.
Las peonias, capuchinas y rosas son de colores rojo intenso,
rosa, blanco y carmesí, están cubiertas de mariposas blancas
y el agua brota de llaves colocadas entre los macizos de flores, aunque
la tercera división estadunidense no ha encontrado aún las
bombas que la impulsan.
Hay incluso un zoológico en miniatura, con un apapachable
oso viejo y cachorros de león que los militares estadunidenses han
estado alimentando con una oveja viva cada día.
En el cuarto de lavado que está al lado de la alberca
se han juntado montones de libros para llevarlos a otra parte -poesía
iraquí y, quién lo creyera, volúmenes de jurisprudencia
islámica-, mientras por el suelo hay máquinas de ejercicio
destinadas a mantener más o menos en forma al segundo Saladino.
Su cumpleaños número 68 caerá -si
es que está vivo- dentro de poco más de una semana. Sobre
la puerta están inscritas las iniciales S. H.
Al recorrer los kilómetros de pasillos -después
de andar el camino de tres kilómetros que da entrada al palacio,
cruzando otros campos de rosas, palmeras y rimeros de municiones usadas,
y percibiendo el olor de algo muerto y espantoso más allá
de las flores- uno se siente impactado por la obsesiva mezcla de gloria
y banalidad.
Los candelabros de cinco metros de alto inspiran pasmo,
pero el juego de baño, de oro macizo -un sujetarrollos de papel
higiénico de oro puro, por Dios, y llaves del mismo metal en el
lavabo-, crea una especie de agresión cultural.
Si la idea era que uno quedara intimidado por el poder
de Saddam -así como el Coliseo y los arcos del triunfo tenían
el propósito de impresionar al pueblo romano-, qué se podía
decir de las estrechas escaleras de mármol sin pulir o de los techos
chapeados en oro de la antecámara, y sus enormes muros de mármol
grabados con citas de los interminablemente aburridos discursos de "su
excelencia el presidente Saddam Hussein".
Fascista, es la palabra que viene de inmediato a la mente,
pero un fascismo con ribetes de Don Corleone.
En esa enorme sala de conferencias se sentaban los señores
asistentes -los amos principales del partido Baaz, los custodios de la
seguridad de los que dependía el régimen-, quienes intentaban
con desesperación mantenerse despiertos mientras su líder
se embarcaba en sus explicaciones de cuatro horas de duración sobre
el estado que guardaba el mundo y el lugar que en él correspondía
a Irak.
Mientras él hablaba del sionismo, podían
admirar la mezquita de Al Aqsa. Cuando se enojaba podían contemplar
los pavorosos misiles ascendiendo hacia ese cielo refulgente en el que
las nubes se cernían a una altura opresivamente baja sobre la tierra.
Sus palabras están grabadas incluso en la roca
de los muros exteriores del palacio, en los que cuatro bustos de casi siete
metros de alto del gran guerrero Hammurabi, ataviado con un casco y un
collarín medieval, se mi-ran uno a otro en cada costado del patio.
Pero este Hammurabi lleva bigote y guarda un asombroso
parecido con Saddam.
¿Qué pensará el general Tommy Franks
de esto? ¿Realmente tendrá aquí sus reuniones de gabinete
el nuevo gobierno iraquí, mientras estos cuatro monstruos miran
a sus mercedes suministrados por Washington? Los enchapados de oro, el
mármol, los candelabros, la sola altura y profundidad de las cámaras
quitan el aliento.
En uno de los salones, una bóveda dorada como de
panteón griego refulge sobre las paredes, y cuando grité
"Saddam" escuché el nombre repetido por el eco durante casi un minuto.
Y tuve la absoluta convicción de que Saddam hacía precisamente
eso.
Si pudo dar instrucciones a sus albañiles de grabar
con su nombre las paredes, de se-guro también quería oírlo
repetido en las alturas de su palacio.
Muy abajo se encuentra el cinematógrafo privado
de Saddam, con sus asientos patentados de cuero azul y dos rollos de película
-una francesa, la otra rusa- aún aguardando la última función.
Afuera, más allá de los grandes prados y
las fuentes, están los tanques Abrams de la tercera división
de infantería estadunidense, cuyos nombres hablan de la banalidad
y el poder de otra nación.
En sus cañones se puede leer cómo han bautizado
los tripulantes a sus monstruos blindados: Perro Atómico,
Aniquilador, In-cendiario, Antrax, Angustia,
Agamenón.
Saddam Hussein los habría aprobado.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya