GUERRA CONTRA IRAK
''¡Lárguese! ¿Usted va a revivir
a la madre y el padre del niño?'', le reclaman al reportero en un
hospital
Robert FISK Enviado especial
en Irak
Bagdad, 7 de abril. Estaban en filas, el vendedor
de autos que acababa de perder los ojos y cuyos pies aún chorreaban
sangre, el motociclista alcanzado por un proyectil lanzado por soldados
estadunidenses cerca del hotel Rashid, la oficinista de 50 años
de edad cuyo largo cabello se desparramaba sobre la toalla en la cual estaba
recostada, con la cara, los senos, las pantorrillas, los brazos y los pies
llenos de agujeritos causados por las esquirlas de una bomba de racimo.
Para los civiles de Bagdad, éste es el verdadero rostro de la guerra,
el inmoral, resultado directo de las pequeñas y geniales "misiones
de reconocimiento" que los estadunidenses realizan en la capital iraquí.
En la televisión se ve bonito, los marines
estadunidenses en las riberas del Tigris, su visita tan divertida al palacio
presidencial, el video del retrete de oro de Saddam. Pero los inocentes
sangran y gritan de dolor para que tengamos nuestras emocionantes imágenes
de televisión y para que los señores Bush y Blair puedan
lanzar sus proclamas de victoria.
Vi hoy en el hospital Hindi a un muchachito cuyos padres
y tres hermanos fueron muertos a tiros cuando se acercaban a un puesto
de control estadunidense en las afueras de Bagdad. Me quedé mirando
a Alí Najour, de dos años y medio de edad, tendido en agonía
en una cama, con las ropas empapadas en sangre y una sonda en la nariz,
y entonces un joven, familiar suyo, se me acercó.
"¡Quiero
hablar con usted!", gritó, alzando la voz con furia. "¿Por
qué ustedes los ingleses querían matar a este niñito?
¿Para qué quiere verlo? ¡Ustedes hicieron esto! ¡Ustedes!"
El joven me tomó del brazo y lo sacudió con violencia. "¿Usted
va a devolverle a su madre y a su padre? ¿Puede revivirlos para
él? ¡Lárguese, lárguese!"
Afuera, en el patio, donde los choferes de las ambulancias
depositan a los muertos, una mujer chiíta vestida de negro se golpeaba
el pecho y vino gritando hacia mí. "¡Ayúdeme! Mi hijo
es un mártir y todo lo que quiero es una bandera para cubrirlo.
Quiero una bandera, una bandera de Irak para ponerla sobre su cadáver.
¡Dios mío, ayúdame!"
Se está volviendo cada vez más difícil
visitar estos lugares de dolor, luto y rabia. Y no me sorprende. La Cruz
Roja Internacional ha informado que las víctimas civiles de la ofensiva
estadunidense de tres días contra Bagdad llegan por centenares a
los hospitales. Hoy, el solo Kindi había recibido 50 civiles heridos
y tres muertos en las 24 horas anteriores.
La mayoría de los muertos -la familia del niño,
otra familia de seis que fue volada en pedazos por una bomba aérea
enfrente del vendedor de autos Ali Abdulrazek, los vecinos de al lado de
Safa Karim- fueron simplemente enterrados pocas horas después de
ser despedazados.
En la televisión todo se ve tan limpio. La noche
del domingo, la BBC mostró automóviles civiles en llamas,
y su reportero -incrustado en las fuerzas estadunidenses- dijo que
vio a algunos de sus pasajeros yacer muertos a un costado.
Eso fue todo. Ninguna toma de los cuerpos achicharrados,
ningún acercamiento a los niños desmembrados. Así
que tal vez deba yo advertirles a quienes la BBC llamó alguna vez
los de "temperamento nervioso" que no sigan adelante. Pero si quieren saber
lo que Estados Unidos y Gran Bretaña están haciendo a los
inocentes en Bagdad, deben continuar leyendo.
Dejaré fuera la descripción de las moscas
que se han apiñado alrededor de las heridas en las salas de urgencias
del Kindi, de la sangre pegada en las sábanas y las sucias fundas
de las almohadas, las franjas de sangre en el piso, la sangre que aún
gotea de las heridas de las personas con quienes hablé hoy. Todos
eran civiles. Todos querían saber por qué tenían que
sufrir. Todos -salvo el joven indignado que me ordenó retirarme
del lado de la cama del niño- me hablaron de su dolor en voz baja
y con gentileza. Ningún autobús del gobierno iraquí
me llevó al hospital. Ningún médico sabía de
mi llegada.
Empecemos con Alí Abdulrazek. Tiene 40 años,
y es el vendedor de autos que caminaba esta mañana por una calle
estrecha del distrito de Shaab -el mismo donde dos misiles estadunidenses
mataron al menos a 20 civiles hace más de una semana- cuando oyó
los motores a chorro de un avión. "Iba a ver a mi familia porque
las centrales telefónicas habían sido bombardeadas y quería
saber si estaban bien", relató. "Frente a mí estaba una familia,
el señor, la señora y los hijos. Entonces escuché
un ruido horrible y vi una luz, y supe que algo me había pasado.
Traté de ayudar a la familia que había visto pero todos habían
volado en pedazos. Y entonces me di cuenta de que no veía bien."
El ojo izquierdo de Abdulrazek está cubierto por
un montón de vendajes. Su médico, Osama Al-Rahimi, me dice:
"No lo operamos del ojo, atendimos sus otras heridas". Luego se inclina
para agregar en voz baja: "Perdió el ojo. No había nada que
hacer. La esquirla se lo arrancó de la cabeza".
Abdulrazek sonríe -por supuesto, no sabe que quedó
tuerto para siempre- y de pronto se suelta hablando en un inglés
casi impecable, que aprendió en la secundaria en Bagdad. "¿Qué
me pasó?", pregunta.
Mohamed Abdullah Alwani fue víctima de la excursión
estadunidense de hoy en el Tigris, la operación que proporcionó
esas tomas emocionantes en la televisión británica.
Iba a su casa en su motocicleta desde el hotel Rashid,
en la margen izquierda del Tigris, cuando pasó por un camino en
el que estaba estacionado un vehículo blindado estadunidense.
"Sólo en el último minuto vi a los soldados.
Abrieron fuego y me dieron, pero logré seguir en la moto. Luego
las esquirlas del segundo proyectil golpearon el vehículo y caí".
El médico al-Rahimi le deshace la venda del costado. Junto al hígado
Alwani tiene una enorme llaga sanguinolenta, quizá de centímetro
y medio de profundidad. La sangre le corre aún de las piernas y
entre los dedos de los pies. "¿Por qué le disparan a civiles?",
me pregunta.
Sí, me sé el guión. Saddam habría
matado a más iraquíes si no hubiéramos invadido -argumento
no muy afortunado en el hospital Kindi- y estamos haciendo todo esto por
el bien de ellos. ¿Acaso Paul Wolfowitz no nos dijo hace unos días
que oraba tanto por las tropas estadunidenses como por el pueblo iraquí?
¿Acaso no vinimos a salvarlos -no digamos que también a su
petróleo-, y no es Saddam un hombre cruel y brutal? Pero entre esta
gente tales palabras son una obscenidad.
Saadia Hussein al-Shomari parece alfiletero, con agujeros
ensangrentados en la cara, los brazos, las piernas, el pecho, el vientre,
el abdomen... Es la oficinista del Ministerio de Comercio y yace dormida,
exhausta por el dolor, en tanto otro médico le espanta las moscas
de las heridas con un pedazo de cartón y me pregunta -como si yo
supiera- si un ser humano se puede recuperar de una herida grave en el
hígado. Un pariente de Sadia me cuenta poco a poco que ella salía
de su casa, en el distrito de Jdeidi, cuando un avión estadunidense
dejó caer una bomba de racimo sobre el inmueble. "Había algunos
vecinos de ella. Les dio a todos. A uno le arrancó una pierna, a
otro un brazo y una pierna, que salieron volando".
Y luego estaba Safa Karim. Tiene 11 años y está
muriéndose. El fragmento de una bomba estadunidense le dio en el
estómago; la niña sangra por dentro y se retuerce en la cama
con un enorme vendaje en el vientre, una sonda en la nariz y -de algún
modo lo más terrible- cuatro pañuelos corrientes y sucios
que la sujetan de muñecas y tobillos a la cama. Gime y se revuelve
en la cama, luchando a la vez contra el dolor y el cautiverio. Un pariente
-su madre, de velo negro, está en silencio al lado de la cama- me
dice que está demasiado enferma para entender su destino.
"Le han dado 10 frascos de medicina y los ha vomitado
todos", me dice. A través de la máscara en que la sonda convierte
su cara, mueve los ojos hacia su madre, luego al médico, luego al
periodista y finalmente otra vez hacia su madre.
El familiar abre las palmas de las manos, como hacen los
árabes para expresar impotencia. "¿Qué podemos hacer?",
dicen siempre, pero él no dice nada.
Me alegro de que así sea. Después de todo,
¿cómo podría decirle que Safa Karim debe morir por
el 11 de septiembre, por las fantasías de George W. Bush, por la
certeza moral de Tony Blair, por los sueños de "liberación"
de Paul Wolfowitz y por esa "democracia" que para crearla requiere que
les arranquemos a bombazos la vida a estas personas?
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya