DERECHOS HUMANOS Y PRESIONES DE EU
Hoy,
en medio de la grave crisis que atraviesa el Consejo de Seguridad de la
ONU, nuestro país asume la presidencia de ese organismo, ignorado
y marginado en sus atribuciones y funciones por el gobierno de Estados
Unidos, el cual decidió -junto con Inglaterra, su aliado menor-
lanzar una agresión armada a gran escala contra Irak sin el aval
del Consejo y en violación flagrante, por ello, de la legalidad
internacional y de la Carta de Naciones Unidas. Si antes de su fallido
intento por uncir al organismo internacional a sus designios militaristas
el gobierno de Bush presionó incesantemente a nuestro país
para obtener su voto favorable en el Consejo de Seguridad, no se requiere
de gran suspicacia para pensar que ahora, con esa entidad presidida por
México, y cuando la autoridad de la ONU debe ser reconstruida, las
presiones políticas, diplomáticas, propagandísticas
y económicas procedentes del vecino del norte se multiplicarán
en forma significativa.
Corresponde al gobierno federal la tarea de mantener la
congruencia entre la postura adoptada por nuestro país antes de
la guerra contra Irak -una postura pacifista, respetuosa del derecho internacional
y de la convivencia civilizada- y el desempeño de nuestra representación
en la presidencia del máximo organismo de Naciones Unidas. No puede
omitirse el hecho de que el Consejo de Seguridad tiene ante sí,
por su parte, la responsabilidad nada fácil ni simple de detener
la matanza que el gobierno de George W. Bush está perpetrando, ante
la mirada de todo el mundo, en tierras iraquíes.
Es significativo -porque la política y la diplomacia
no conocen las casualidades- que justamente en la coyuntura actual el Departamento
de Estado presente, en su informe anual sobre la situación de los
derechos humanos en el mundo, las indignantes circunstancias en que se
encuentran tales derechos en nuestro país: corrupción penitenciaria,
tráfico ilegal de personas, detenciones arbitrarias, incomunicación
de detenidos, persistencia de la tortura, uso indebido de mano de obra
infantil, "fabricación" de culpables por las corporaciones policiales
y otras atrocidades que se perpetran, sin duda, en territorio mexicano,
ante la indolencia -o peor aún, con la complicidad- de autoridades
federales, estatales y municipales. En el documento se menciona también
el persistente despliegue militar en Chiapas y Guerrero, así como
el estancamiento del lacerante conflicto que afecta a la primera de esas
entidades y que avergüenza al país en su conjunto desde hace
casi una década.
Los señalamientos del Departamento de Estado son
doblemente dolorosos: primero, porque son ciertos, y segundo, porque las
indiscutibles y severas violaciones a los derechos humanos que ocurren
regularmente en México son capitalizadas en el marco de las presiones
y las extorsiones ejercidas por la nación vecina para procurar que
nuestro país modifique su postura humanista, sensata y digna en
contra de la guerra criminal a la que se ha lanzado la Casa Blanca. Desde
esa perspectiva, los esfuerzos y el compromiso de los protagonistas, niveles
y ámbitos del poder público para dar plena vigencia a las
garantías individuales en todo el territorio nacional no sólo
deben ser vistos como el cumplimiento de obligaciones legales y éticas
inexcusables y universales, sino también, en la circunstancia presente,
como acciones de fortalecimiento de la soberanía.
Ahora bien: sin intención de descalificar o minimizar
las observaciones del Departamento de Estado en materia de derechos humanos
en México, es oportuno recordar que tales señalamientos,
por tradición, son manejados en forma discrecional por las autoridades
del país vecino de acuerdo con sus intereses diplomáticos
coyunturales y en función de sus estrategias de alianzas globales,
y que Washington suele soslayar o minimizar los abusos del poder cuando
son cometidos en países que, como Turquía, Pakistán
o Arabia Saudita, le resultan necesarios para llevar a cabo sus planes
geopolíticos.
No es superfluo recordar, por último, que en el
momento presente el gobierno de Estados Unidos se ha convertido con sus
masacres cotidianas de iraquíes, con sus bombardeos de objetivos
civiles, con sus políticas totalitarias de censura, distorsión
y ocultamiento de las noticias, con sus atropellos a la legalidad internacional
y con sus acciones regulares de terrorismo, rapiña y asesinato,
en el mayor violador de derechos humanos en el mundo, y que esos hechos
no aparecen en ninguna parte del informe del Departamento de Estado.
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