Luis Hernández Navarro
México y el rechazo a la guerra
La guerra contra Irak ha alterado la vida política nacional. Muchas cosas han cambiado dentro del país desde que, hace 13 días, comenzó la ofensiva militar angloestadunidense.
Las encuestas muestran que la población mexicana rechaza mayoritariamente la ofensiva bélica. Los representantes empresariales que advirtieron la necesidad de que el gobierno abandonara una política de principios han enmudecido. Los intelectuales que deseaban el alineamiento del país con Estados Unidos han cambiado de piel. La fuerza de la opinión pública en favor de la paz es abrumadora. Sólo unas cuantas voces han proclamado abiertamente su apoyo a la acción punitiva. Son una pequeña minoría y sus posiciones tienen muy poca ascendencia en la sociedad.
Los medios de comunicación han divulgado amplia información sobre el conflicto. En el pajar de la política nacional la figura del primer mandatario es apenas una aguja. Los grandes escándalos nacionales han sido relegados a segundo plano. La polarización social provocada por el activismo confesional de la pareja presidencial ha disminuido. La negativa del gobierno mexicano a avalar las posiciones de Washington amortiguó el clima de crispación social de los últimos meses.
Nuestra economía se ha visto beneficiada en el corto plazo por los ingresos extras provenientes del alza en el precio del petróleo. Sin embargo, en breve la recesión económica estadunidense frenará, aún más, el crecimiento del país. Además, el incremento en el costo del dinero, generado por las necesidades crediticias que el Imperio requerirá para sufragar los gastos de su aventura bélica, provocará que el pago del servicio de la deuda externa de México sea mayor.
Sobre la guerra y la paz se discute en todos lados y a todas horas. En las escuelas, las iglesias y los hogares se conversa sobre el asunto con indignación y desesperanza. Los ministros de culto han incorporado sus reflexiones a las homi-lías y son frecuentes los servicios religiosos -muchos ecuménicos- en los que se ora por el fin de las hostilidades.
Diariamente se realizan en casi todo el territorio nacional acciones de rechazo a la guerra. En los puentes fronterizos del norte brigadas binacionales reparten propaganda y piden a los automovilistas que toquen los cláxones de sus automóviles en señal de repulsa. Está en marcha una campaña de boicot hacia empresas y productos estadunidenses. En el Angel de la Independencia se ha instalado un ayuno por la paz. Abundan recitales y conciertos. El tráfico de correo electrónico con información sobre las protestas es intenso. En muchos centros educativos se han organizado conferencias y debates. En entidades como Querétaro niños y jóvenes de escuelas públicas y privadas han tomado las calles. En muchas avenidas se han colocado mantas rechazando la ofensiva militar. A la embajada de Estados Unidos en la ciudad de México llegan diariamente grupos diversos para expresar su repudio a la agresión contra Irak: unos reparten flores, otros tocan música, algunos realizan performances y otros más avientan piedras o queman banderas.
Sin embargo, salvo en Puebla, Jalapa y el 15 de febrero en el Distrito Federal, no se han realizado grandes manifestaciones populares. Aunque vivimos una de las movilizaciones sociales más intensas y sostenidas de los últimos años, no se expresa por el canal tradicional de la protesta política: la marcha y el mitin callejero. ƑPor qué los llamados a tomar calles y plazas públicas casi no han tenido respuesta?
Por principio de cuentas porque pareciera que la posición del gobierno mexicano posterga la urgencia de manifestarse. Después de todo, la mayoría de las expresiones más grandes contra la guerra se han efectuado en países cuyos mandatarios han apoyado la ofensiva militar. Pero, además, en nuestro caso resulta evidente que muchas de las instituciones o actores que desempeñan funciones de mediación política y social, como partidos, sindicatos, organizaciones no gubernamentales, universidades e intelectuales, han abdicado de sus responsabilidades: los partidos están más ocupados en la disputa interna por las diputaciones que en dinamizar el descontento social, los sindicatos están más al tanto de sus revisiones contractuales o de la reforma laboral que de enarbolar causas justas no gremiales. Muchas organizaciones no gubernamentales viven hoy la cruda de la borrachera del voto útil y están más preocupados por su inserción en la esfera estatal que por articular intereses. La burocracia universitaria se ha limitado a expresar tímidos comentarios de desacuerdo con la guerra, pero, exceptuando el caso de Puebla, se ha negado a convocar a la comunidad a expresar su descontento en las calles. Y, salvo notables excepciones, son muchos los intelectuales que siguen absortos en sus nuevas responsabilidades en el servicio exterior.
A ello habría que añadir que regularmente las manifestaciones han sido mal convocadas y organizadas, y que muchos de sus promotores son poco conocidos o reconocidos. Entre ellos hay quienes siguen creyendo mágicamente que la multiplicación de los membretes puede sustituir la talacha organizativa. Por si fuera poco, acciones aparentemente muy radicales, como lanzar piedras contra la embajada de Estados Unidos, provocan que muchos padres de familia desistan de llevar a sus hijos a las concentraciones o que ellos mismos vayan.
Muchas cosas han cambiado ya en el país con la guerra. Pero no son suficientes. Convertir el desacuerdo con la guerra y la disposición a realizar acciones para expresarlo en una gran fuerza organizada que impacte al conjunto de la sociedad y presione en favor de la paz es tarea nodal. Nuestro futuro está en juego.
PD: Adiós, Porfirio Encino, adiós.