Dos horas de concierto del músico brasileño
Gismonti en el Teatro de la Ciudad: sonido níveo con sólo una guitarra
PABLO ESPINOSA
La presentación de Egberto Gismonti en el Teatro de la Ciudad es la consecución de sueños varios. Desde el primer, apabullante acorde, hasta la coda final engarzada en un trío de fantasía, invirtió los valores de los sueños para trasladarlos a la más hermosa realidad: dos horas de placer extremo por medio de la música mediante el esplendor de la experimentación sonora. Somera.
Las primeras tres extensas piezas sonaron en la semipenumbra desde las 12 cuerdas de una de las dos guitarras con las que este genio de la música entró armado a escena. De inmediato escanció y superó con creces la impronta de Berlioz: si el piano es una orquesta, la guitarra es una orquesta de orquestas.
Contrario a las visiones limitantes del concertismo que, de parte de una parte al menos de entre el público, quieren ver por fuerza a cirqueros en escena, el arte supremo de Gismonti deja tumbado en tierra el viejo concepto de "virtuoso" y eleva, entre una pléyade de congéneres suyos, como Leo Brouwer y John McLaughlin, la categoría del guitarrismo a la expresión más bella de entre las bellas artes.
La experimentación sonora en búsqueda del Santo Grial, la consecución del don de la belleza merced al trabajo arduo y tenaz, son los signos de Gismonti. En escena, la noche del viernes en el primero de sus dos conciertos, aconteció desde la primera pieza esa intermitente, interminable cascada de sal que es su música con efectos sonoros que parecen un milagro pero que obedecen a sapiencias técnicas, hallazgos de rigor científico, la combinación perfecta de arte, ciencia, artesanado.
De tan sólo una guitarra, entonces, surgía de pronto el sonido en armónico -semejante al que nace de las gargantas de los monjes tibetanos- muchos otros sonidos. Así por ejemplo el público escuchaba, con claridad de espasmo, el sonido de un berimbao y enseguida percusiones y luego una orquesta entera que en realidad era una guitarra, actividada por un mago: Egberto Gismonti.
A la cuarta pieza apareció su hijo, Alexander Gismonti, y también desde el primer acorde fue visible por completo la belleza de sonido tan personal, tan única, tan plena, que cuando se le juntó su padre en dúo edénico de guitarras, ya los sonidos de entre los armónicos eran paraísos varios. Ahora suena el sol, suena lo verde, suena el paisaje brasileño pero también suena la calle, suena la ciudad, suena la gente. Sueña.
A la quinta pieza apareció su hija, Bianca Gismonti, y su aparición solista al piano fue también un sueño: notas lentas, notas graves, notas pétalo en la parte central del teclado y también desde el primer instante apareció completa la figura de un sonido de pureza extrema. Quien conozca los más bellos pasajes íntimos de un soliloquio de Keith Jarrett, que multiplique esa belleza por diez y encontrará en su mente el sonido que produjo la noche del viernes Bianca Gismonti en el piano.
A la sexta pieza apareció el trío, Egberto y Bianca al piano, Alexander Gismonti a la guitarra. Suenan nubes, fiestas y sirenas. Suena glorias y aleluyas. Suena el sonido Gismonti en su máximo esplendor. Sueña. Tríos polifónicos, velocidades rítmicas con andar de hamaca. Una luz que atraviesa varias luces y se tiende, límpida y desnuda, sobre el jardín.
A la pieza enésima se sentó Gismonti padre al piano y eso fue el clímax completo: el público podía reconocer, en todo momento, las melodías caras a su discografía vasta, pero en realidad todo el concierto consistió en un acto lúdico y maravilloso musical a la manera en que jugaba Mozart con su familia. Imaginad a Leopold Mozart con Wolfie y con la hermana de Wolfie, Nannerl, o bien los juegos mozartianos de las hermanísimas Labecque y podrán imaginarse, los que no estuvieron, la gloria inmensa del concierto del viernes en el Teatro de la Ciudad.
Recordad, quienes conozcan esas glorias, los pasajes más profundos del Apollon Musagete y de Petroushka, y encontrarán el prodigio de Gismonti soltando a plenitud la entera polirritmia stravinskiana, o bien jugando alegremente con algunos temas de Jobim. Pero ver, oír, sentir, experimentar una sensación de plenitud y de pureza es algo que pocas veces acontece y que pocos parecen percibir. Ese prodigio, el milagro de la música, trajo a México el maestro Egberto Gismonti.
Trajo los sueños, la esperanza y la belleza envueltos en dos pianos, tres guitarras, una flauta hecha de un tubo conduit y el corazón latiendo limpio. Eso sonó con los Gismonti en el Teatro de la Ciudad: la belleza delicada y limpia.