LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Baran
Refugiados afganos en Irán
Historia de amor en filigrana
SI EN EL cineasta iraní Abbas Kiarostami (El sabor de la cereza) se reconoce la originalidad y la maestría artística, en el trabajo de su mejor discípulo, su compatriota Majid Majidi (Los niños del cielo, El color del paraíso), se aprecia, además de esos talentos, su enorme capacidad para conquistar públicos masivos con narrativas fincadas primordialmente en la exploración de los sentimientos. Un comentario recurrente es la emoción que procuran sus relatos sobre niños, sus tramas minimalistas, su escrutinio de gestos e intenciones. Majidi logra evitar el sentimentalismo y las facilidades de la expansión melodramática. Su cine conoce la contención y la elegancia, y de ello da muestras claras su cinta más reciente, Baran, punto afortunado de la Muestra.
EN UNA PROVINCIA de Irán se produce un accidente en una construcción que emplea trabajadores clandestinos. Los inspectores intervienen para detectar ilegalidades en la contratación. El patrón consigue, una vez más, disimular y proteger a sus obreros, y asegurarse mano de obra barata por más tiempo. Majid señala algo conocido, la existencia en Irán de más de un millón de refugiados afganos, que sobreviven en condiciones deplorables. Después del 11 de septiembre de 2001 (la cinta es anterior a esta fecha), la cifra aumentó considerablemente. En la actual situación de guerra, un cálculo nuevo, que incluiría a iraquíes, sólo puede ser más dramático. En este contexto, el realizador propone una historia intimista: el encuentro del joven iraní Latif (Hossein Abedini) y una tímida refugiada afgana, Baran (Zarah Bahrami).
MAJIDI PRESENTA ESTE encuentro sentimental como una comedia de equívocos, en una sugerente mezcla de cuento árabe clásico y teatro galante occidental, al estilo de Marivaux. Paulatinamente se instala en el lugar inhóspito, entre la cal y los ladrillos de la constructora, un insólito clima de sensualidad, con velos que se descorren tímidamente, miradas furtivas, un asedio amoroso y toda la melancolía de la insatisfacción. El realizador coloca entonces el comentario social en segundo plano y concentra su mirada en la educación sentimental de Latif, joven rebelde y vengativo, obrero displicente sin nadie con quien compartir su salario, que el patrón le guarda en una caja de ahorro para días más venturosos. De esta indolencia en la que transcurre la vida laboral del adolescente lo extrae de golpe una revelación providencial, un sentimiento difuso que pronto se precisa como obsesión amorosa.
BARAN, LA JOVEN inaccesible, se vuelve un símbolo de la pureza, al punto que la adoración pagana de Latif se torna imperceptiblemente en devoción religiosa. Este tránsito es muy claro en una escena que transcurre a orillas de un río, donde la joven soporta una faena laboral extremadamente dura mientras el joven la mira de lejos, impotente, profundamente conmovido. En éste, como en otros filmes anteriores, el realizador favorece el detalle sobre los conjuntos visuales: en un olvidado pasador de pelo, coronado por una joya de fantasía, se percibe apenas un cabello de Baran, la ausente. La cámara de Mohammad Davudi captura este detalle y muchos otros -un zapato femenino arrastrado por el río, la huella de una pisada en la arena, la silueta de Baran arreglándose el cabello- y con ello ilustra la emoción y el afán voyeurista del enamorado incontinente.
EL REALIZADOR ELABORA un doble comentario social, sobre la suerte del trabajador refugiado en Irán y sobre la condición de la mujer musulmana, incapaz de expresar una voluntad propia, en las tareas pesadas o en las más nobles, obligada a reprimir sus sentimientos y acatar la voluntad patriarcal. Pero Baran es ante todo un filme intimista. Cuando un director de la sensibilidad de Majidi explora el deseo enterrado en una de estas miradas femeninas y construye una historia de amor en filigrana, negada al porvenir, vigorosa en su fugacidad, el resultado es memorable.