LA MUESTRA
Carlos Bonfil
Arca rusa
Visita al Hermitage
Alarde de modernidad fílmica
LUEGO DE DOS controvertidos retratos de dictadores
europeos, Moloch (1999), cinta en la que el realizador observa a
Adolfo Hitler en su cotidianidad, en 1942, en un día de campo en
compañía de Eva Braun y Goebbels, y Taurus (2001),
donde acomete una descripción feroz de Lenin en los últimos
días de su vida, el cineasta ruso Alexander Sokurov (El día
del eclipse, 1988; Madre e hijo, 1997), lleva a buen término
un viejo proyecto, ambicioso y formalmente fascinante: Arca rusa,
visita al museo Hermitage, en San Petersburgo, donde la realidad se trastoca
en alucinación cuando el protagonista, un director de cine de nuestros
días, se descubre misteriosamente en el siglo XVIII recorriendo
el palacio y cruzándose con toda una galería de nobles rusos
para los que él es invisible. Su encuentro con el marqués
de Custine, en idéntica situación, y capaz, como él,
de dominar una lengua hasta entonces desconocida, da inicio a un recorrido
guiado por tres siglos de la historia rusa.
CANTO
DE CISNE de la vieja aristocracia europea, Sokurov recorre con su mirada,
a ratos melancólica, a ratos festiva, una Rusia desaparecida, cuyo
retorno monárquico reivindican hoy algunos sectores de la población
rusa. El realizador jamás ha ocultado su desdén por el antiguo
régimen soviético, que censuró sus primeros trabajos,
le restó visibilidad, y al cual ignora hoy, muy ostensiblemente,
en este recorrido histórico que culmina en la época actual,
omitiendo toda referencia al periodo detestado (siete décadas).
A la nomenclatura oficial que antes de los años 80 lo acusara de
formalista y decadente, Sokurov parece dedicar hoy este alarde de modernidad
fílmica: una cinta de hora y media, capturada en una sola toma,
con cámara en mano y una fluidez de movimientos prodigiosa (fotografía
de Tilman Büttner), grabada posteriormente en disco duro. En el recorrido
del cineasta y del marqués se suceden habitaciones y salones de
baile, comentarios sobre pinturas italianas y flamencas, apariciones súbitas
de Pedro el Grande y también de Catalina la Grande en sus actividades
cotidianas, con la emperatriz en la situación bufa de no poder salir
de una habitación para acudir al baño; reflexiones rápidas
sobre el arte ruso y su salvaguarda nacionalista en esa gran Arca Rusa,
que es el Hermitage, y por extensión, la vieja patria, celosa de
sus tradiciones, Madre de este artista innovador, polémico, políticamente
incorrecto, que hoy decide celebrarla en un desbordamiento de imágenes
sensuales, dignas del mejor Kubrick, distanciadas ya en algo de la influencia
primera de Tarkovski.
ES CURIOSO CONTRASTAR esta visita al Hermitage
con la visita al museo del Louvre que hacen tres personajes de Bande
a part (Godard, 64), y que con aceleramiento de imagen se lleva a cabo
en apenas un minuto. Cuatro décadas después, Sokurov ensaya
una embestida visual de 90 minutos para compendiar, en este deambular extraño,
la historia de Rusia como una insólita visión de los vencidos,
y lo hace con gravedad y desparpajo, sin revanchismo excesivo, con la audacia
de celebrar el orden viejo, el Edén de la nobleza zarista, excluyendo
de cuadro a todo un pueblo y a un lienzo entero de la historia reciente.
Los visitantes del Hermitage a principios de nuestro nuevo siglo tienen
en la cinta casi la misma inmediatez y concreción que los personajes
de siglos anteriores, la misma ''realidad" de ese cineasta Dante y su marqués
Virgilio. En la estética ambigua de Sokurov, todos ellos son fantasmas,
''condenados a navegar por siempre, condenados a seguir viviendo".