Bárbara Jacobs
La columna mágica
Tuve un sueño.
Despertábamos y, apilados unos sobre otros en la
mesa del comedor, encontrábamos publicados los libros que la víspera
habíamos dejado en proceso de publicación o traducción
o redición o lo que fuera. El mundo de un escritor es así.
Te duermes ilusionado y amaneces a la realidad.
¿De qué está hecha? De sueños,
como éste.
Avidamente, casi con torpeza, hojeábamos el libro
que encabezaba el montón. ''¿Te das cuenta -pregunté
a mi esposo- de que es una montaña de realidades?". Realista, pero
contento, me contestaba: ''Déjalo en cuesta; es la cuesta de enero''.
El y sus extraños conceptos.
¿Qué es la cuesta de enero? A mí,
querido, tienes que enseñarme todo, porque no sé nada. No
se refería a otra cosa que a lo difícil que resulta arrancar
cada primero de año. Con los años, he llegado a saber con
exactitud lo que esa expresión significa; lo que esto, alarmantemente,
cada nuevo día primero significa más. ''Esta vez, sin embargo,
no podemos quejarnos'', comenté, al tiempo que señalaba la
pila de realizaciones sobre la mesa del comedor.
El gusto nos delataba. Satisfacíamos el hambre
de una noche larga de ayuno con la simple contemplación de lo que
teníamos enfrente. El, que ya era octogenario y un escritor reconocido,
todavía se asombraba ante hechos como la traducción espontánea
de sus memorias de infancia. "Fue por amor", justificaba su osadía
el traductor. ¿Quién era el traductor? ¿Cómo
había dado con el libro?, se preguntaba sorprendido, pero alegre,
mi esposo.
Antes de leer la traducción, había que descender
y averiguar qué libro, qué nueva sorpresa nos deparaba la
columna de tomos delante de nuestra vista. Uno, dos; eran siete, ocho;
había uno sobre mi marido; estaba su novela, ilustrada; había
otro, medio suyo, medio de otros, una especie de biografía visual
y textual y casi formal, con cronología y bibliografía; había,
¿diré qué más? ¿Diré? Eran siete,
ocho, no sé cuantas ilusiones hechas realidad.
El sueño seguía un curso coherente; para
una situación onírica como ésa, demasiado coherente.
Si yo pude imaginar en qué consistía cada uno de los escaños
de la columna mágica sobre la mesa, supongo que mi esposo también.
De modo que la prisa, que a mí me consumía para ver ya, cuanto
antes, el volumen que hacía de base de todos los demás, sin
duda consumía de igual modo a mi marido. Nada más que él,
ecuánime, sereno, mantenía bajo control sus emociones, unas,
otras; no comía ansias; sabía esperar.
''Vámonos'', me ordenó de pronto; él
mismo se contestó, con una nueva pregunta: "¿adónde?"
Uno a uno, hojeó en su orden los libros a la vista,
sonriendo, como quien encuentra, después de años de no verlo,
o de tenerlo olvidado, o de creerlo perdido, o de suponer que no lo vería
nunca: o nunca más, a un viejo amigo, o a un amigo onírico
al que uno, a fuerza de decepción, había desistido de ver
hecho realidad.
"¿Te das cuenta?", preguntó interrumpidamente
uno de los dos al otro; "¿De qué?", quiso saber a su vez,
de modo un tanto forzado, el otro. Ambas, ambas preguntas, hipotéticas,
absolutas, retóricas, absurdas. Podían contestarse de infinitas
maneras, lo cual demostraba su insustancialidad.
Podían responderse, por ejemplo, diciendo: me doy
cuenta, sí, de que estamos soñando, es decir, de que sueño;
me doy cuenta -seguiría- de lo inútil que es soñar;
de lo doloroso que resulta; de lo poco reconfortante; de lo desesperante;
de lo cruel...
Compañero tipógrafo: ¿Podrías
dejar inconclusa mi frase final? Te lo agradecería. Como puedas,
indica que termino sin concluir y, si pudieras, di que lo hago así
porque seguir o terminar perdió sentido. O mejor, ¿me respaldarías
y transcribirías un poema que escribí, consciente de que
no soy poeta? Dice:
Mi esposo murió en febrero
siendo que yo
también
considero abril
el mes más cruel.