Existe orden de desalojo contra el ejido 8 de Febrero, pero "no será fácil", aseguran
No saldrán tzotziles de Montes Azules
Las tierras nos pertenecen; nuestros antepasados las dejaron para nosotros, sostienen
HERMANN BELLINGHAUSEN ENVIADO
Nuevo Ejido 8 de febrero, chis., 6 de marzo. Sobre el verdeazul del río Lacanjá revientan de amarillo las primaveras (especie de árboles selváticos que en este tiempo pierden todo el follaje y se convierten en altos palos recamados de flores). El cayuco hace agua, y aunque el trayecto es corto, el remero no deja de achicar. El río parece apacible, pero al centro su cauce lleva una fuerza invisible que arrastra hacia el sur todo lo que cruce por el agua.
El remero pica a contracorriente, ayudado por un niño en el extremo opuesto de la embarcación. Antes que se dé uno cuenta, ya tocó el cayuco las arenas de la ribera opuesta, y una empinada loma, que al pie del río empieza a subir, se abre entre la vegetación a los techos de palma de unas cuantas casas; también hay cobertizos con lámina: la comunidad 8 de Febrero, "nuevo ejido". El gobierno prefiere llamarlo "asentamiento irregular", de hecho lo considera una invasión y lo tipifica con el delito de "despojo".
Sobre un plano, metros arriba, una veintena de hombres, en su mayoría jóvenes, aguardan silenciosos. Sólo hablan dos o tres de ellos, y ninguno da su nombre. Como que existe orden de desalojo y aprehensión contra todos.
Mero tzotzilero, el traductor es uno de ellos y la parca conversación progresa con lentitud: "No va a ser fácil (el desalojo). La gente se va a defender", dice uno de ellos con rostro de preocupación y ojos no sé si tristes o abrumados por la responsabilidad. Gente como esta ha realizado por décadas la colonización de la selva Lacandona. Ellos son, simplemente, los más recientes. Cruzaron la línea prohibida del Lacanjá y quedaron en la mira de las procuradurías federales del ambiente y de justicia. Como el nombre del sitio indica, llegaron el 8 de febrero de 2002. "Tomamos los terrenos porque necesitamos tierra. Estas tierras son de nuestros antepasados", dice el hombre de ojos tristes. "Si el gobierno las tomó, fue después de nuestros antepasados, que lo dejaron para nosotros".
Con la legalidad en contra, estos hombres invocan los derechos indígenas, no reconocidos, al territorio ancestral. Encarnan, en condiciones dramáticas, esa lucha sin concluir por cambiar las leyes para que den cabida a los derechos de los pueblos indios. Los han visitado soldados y enviados del gobierno con un sólo mensaje: "váyanse". Y ellos responden que no.
Los dueños legales de estas tierras son los lacandones de Lacanjá Chansayab, que ni siquiera las conocen, pues viven al otro extremo de Montes Azules, en las cercanías de Bonampak (a unos 100 kilómetros de aquí, a través de una selva impenetrable), dedicados a recibir apoyos gubernamentales y privados, y a los servicios turísticos. Ellos son los que han demandado penalmente a todos estos colonos que llaman "invasores".
Los pobladores de 8 de Febrero, procedentes de Chavajeval, en el municipio autónomo San Juan de La Libertad, reiteran que quieren cuidar la selva, pero no morirse de hambre. Ahí están sus pequeñas milpas, al otro lado del río prohibido. Ladera arriba, unas mujeres asoman entre las palmas y las viviendas. No se distinguen sus rostros, sólo el rojo encendido de sus huipiles.
Sobre los verdes prietos de la selva, las primaveras parecen fuegos de artificio. Y el Lacanjá corre, menos tranquilo de lo que parece, hacía el Ixcán y su encuentro con el río Lacantún, que es otro límite de Montes Azules, la "selva prohibida" por los desaliñados decretos presidenciales que crearon la "comunidad lacandona" y las reservas.
El riesgo de vivir
Están presentes en la reunión unos cinco pobladores de Nuevo San Rafael, río abajo y montaña adentro. Son choles, provenientes de Calvario, Sabanilla. Uno de ellos, que habla un poco más de castellano que los demás, reitera que no van a salir de allí, "ni que nos maten". Es un hombre pequeño, macizo de cuerpo, severo y vivaz a un tiempo. Y demuestra tener una conciencia muy clara de lo que es la muerte, pues ha logrado sobrevivir al hambre, a la militarización por el levantamiento zapatista, a los paramilitares de Paz y Justicia. Este nuevo riesgo lo corre también para vivir.
Cuando se le propone viajar a Nuevo San Rafael (también Ignacio Allende) en cayuco por el río, endurece aún más el rostro. Escucha la conversación con los remeros. Tarda un poco en replicar. Pero el hombre no está de acuerdo. Como que no se aguanta y dice al fin:
"No, mejor no vayan por el río. Siento la muerte en su cuerpo, en el mío. Más abajo hay dos vados muy rápidos. Vale más caminar a pie la montaña que morir". Y no porque le tema al Lacantún. Sólo lo respeta. Además, el río lo alimenta, le permite pescar con anzuelo al macabil. Luego cuenta que hace poco estuvo a punto de ahogarse en los rápidos un enviado de la Profepa. Insiste en que ellos no aceptarán una reubicación (que no es en realidad lo que el gobierno ofrece; más bien las autoridades exigen que se retiren, que si bien les va se salvarían de la cárcel). También en Nuevo San Rafael ha incursionado el Ejército federal para presionarlos.
Se refiere a las familias que estaban en Arroyo San Pablo, igualmente choles, pero de Tila, desalojadas de Montes Azules en diciembre: "Los fuimos a visitar en Comitán. Están muy mal. No tienen nada. Se sienten arrepentidos de no resistir. Nos dijeron que un poco tuvieron su culpa, porque aceptaron del gobierno, Ƒqué?, su engaño".
Estos hombres, que para vivir aceptan el riesgo de morir, prefieren llevarnos de visita a su poblado en otra ocasión, se despiden y caminan de inmediato hacia el monte, luego de compartir con nosotros el alimento que ofrece la gente de 8 de Febrero.
Entonces nos despedimos de mano de cada uno de los jóvenes jefes de familia de 8 de Febrero. El hombre de ojos tristes, que es el último, dice: "Gracias que vinieron". Un encuentro con pocas palabras, pero más que suficientes.