John Ross*
Bagdad aguarda la lluvia de muerte de Bush
Bagdad, febrero. El cielo vespertino de la capital
iraquí se oscureció, como un mal presagio, al acercarse la
tormenta de arena procedente del desierto circundante. De pronto el polvo
volaba por todas partes y a uno se le llenaba la boca de arenilla. Una
sofocante ráfaga de aire caliente que no menguaría hasta
media noche. Algunos taxistas proferían maldiciones, temiendo lo
peor para sus ya muy deteriorados vehículos. Otros irradiaban júbilo.
"¡Dios es grande!", exclamó el conductor barbado, con rostro
de gato ratonero, que me llevó a casa después de una reunión
al otro lado de la ciudad.
De hecho la tormenta era un anticipo del clima que está
por venir, al elevarse la temperatura en el desierto a 38 grados centígrados.
Aquí las tormentas de arena de primavera y verano golpean como la
nieve que en Rusia arrebató la victoria a Napoleón y a los
nazis, según se aprende en el museo helado de la historia. El calor,
dicen aquí, freirá el cerebro del ejército invasor.
Y como el cerebro de los bárbaros estadunidenses está personificado
por computadoras asesinas, sus máquinas de guerra se alentarán
y descalibrarán, y no hay garantía de que los 3 mil misiles
que dice Bush hará llover sobre nosotros, en una inédita
guerra relámpago de 48 horas, encuentren sus blancos con precisión.
Adonde quiera que voy la guerra flota en el aire. En Mosul,
350 kilómetros al norte, donde el desierto va dejando su lugar a
la lluviosa y fría montaña, si algo enseña la experiencia
de 1991 es que parece inevitable un baño de sangre si las tropas
kurdas y turcas, afines a Washington (si el Parlamento turco da luz verde
a su participación), se lanzan contra el ejército iraquí,
atrapando a la población civil en un apretón mortal.
Una delegación de escudos humanos que ha
venido a Irak para interponerse entre las bombas de Bush y los pobladores
de esta infortunada tierra visita los alrededores y se detiene ante una
de las 15 derruidas puertas de la antigua ciudad, cada una tallada con
el emblema del rey águila Asiripanipani, quien hace siglos protegió
a Mosul de otras hordas bárbaras, como ahora soñamos con
hacer los escudos humanos, aunque en el fondo de nuestro corazón
sabemos que semejante defensa es un mero símbolo, una especie de
metáfora frente a la matanza que se avecina.
Mosul
muestra aún las inconfundibles cicatrices de 1991. Visitamos sitios
arrasados hace una docena de años por las bombas inteligentes
de Estados Unidos: la compañía telefónica reducida
a escombros, un templo cristiano cuyo techo salió literalmente volando
de los muros y, al precipitarse hacia el interior, mató a cuatro
fieles que oraban, según nos cuenta el joven párroco. Mosul
fue el destino de algunas de las primeras cruzadas, un oasis cultural en
el que aún residen 8 mil familias católicas. En autobús
bajamos el valle hacia un monasterio del siglo cuarto, cincelado en las
montañas, y se dice que en las cercanías se encuentran las
ruinas de una iglesia construida en el año 150. Tales reliquias,
como hace notar un escudo erudito, están a un tiro de piedra
del mismísimo Jesucristo.
Este monasterio en particular, cuyas cámaras transpiran
una húmeda antigüedad, resultó dañado en una
batalla entre soldados kurdos e iraquíes, después del asalto
estadunidense, y es seguro que tales enfrentamientos volverán a
ocurrir después que la máquina de muerte de Washington termine
aquí su trabajo más sucio.
El siniestro Moloch, con su cabeza de serpiente y sus
terribles talones de águila, saludará al ejército
invasor cuando descienda sobre Babilonia, hoy una polvosa y rara vez visitada
ruina a una hora de camino de Bagdad, cuyas murallas reconstruidas, sin
duda, se vendrán abajo cuando los misiles de Bush se precipiten
sobre la casa de los invitados presidenciales, ubicada aquí, en
su penosa persecución para destruir a Saddam Hussein: tan sólo
borrar su ubicuo retrato de los edificios públicos puede consumir
mil veces el número de cohetes rastreadores de calor del arsenal
yanqui.
Vagamos entre las ruinas, en un sitio declarado patrimonio
de la humanidad, con un grupo amigable de niños de escuela, los
únicos visitantes en esta mañana de febrero, que nos siguen
coreando "¡Down down Bush!", en su inglés recién aprendido
y chocando las manos. "¿How are you?", y "hello, my name is Muhammad"
son las frases favoritas.
Los escudos hemos venido a Babilonia con la esperanza
de asentarnos aquí, pero las autoridades iraquíes bloquearon
los caminos. Los que piensan quieren que nos instalemos en lo que para
ellos son los sitios prioritarios de infraestructura: refinerías,
plantas de energía, plantas tratadoras de agua, que de seguro serán
bombardeadas, pero no hospitales, escuelas o las ruinas arqueológicas
que definen este lugar. Enviamos voluntarios a los lugares donde el gobierno
insiste en que ubiquemos hombres y mujeres en busca de un quid pro quo
que nos facilite el acceso a los sitios humanitarios que venimos a proteger,
pero no hay verdadero diálogo con las autoridades y el estira y
afloja sobre el despliegue final de los escudos que se encuentran
ahora en Bagdad para destinado a un oscuro final. Los camaradas españoles
y turcos ya han amenazado con regresar a sus países si no se les
permite levantar sus tiendas frente a hospitales, pero nadie está
seguro de que su salida pueda lograrse con facilidad. No, aún no
somos visitantes indeseables, pero tal destino parece escrito en los muros
y las opciones se reducen a medida que la guerra se acerca.
Con todo, establecernos en la refinería de petróleo
Daura y en la planta de tratamiento de agua 7 de Abril es apenas la mitad
de la tarea que nos hemos trazado. Los voluntarios internacionales estamos
resueltos a mantener una campaña constante de protestas callejeras
y casi a diario marchamos por las calles de Bagdad, exigiendo a gritos
a Bush y Blair que dejen en paz al pueblo iraquí. El domingo 23
extendimos una bandera de 17 metros de largo en uno de los ocho puentes
que conectan las riberas del Tigris (todos fueron volados en la guerra
anterior), rasgando guitarras y recitando a voz en cuello poemas mientras
hacíamos sonar bocinas festivas. "Bush, el mundo entero te observa",
se lee en la bandera, pero nadie puede asegurar que pueda ser vista a 16
mil kilómetros, en Tampa, Florida, desde donde se lanzarán
los misiles.
Esa misma mañana marchamos hacia la sede de Naciones
Unidas en la ciudad, con las manos atadas con gruesas cuerdas, para pedir
a los tribunales internacionales que nos juzgaran por el crimen de guerra
de ser escudos humanos, según sugirió el secretario
estadunidense de "Defensa", Donald Rumsfeld. De ser declarados inocentes,
demandamos que se someta a juicio a Rumsfeld por el millón de asesinatos
potenciales que su grotesco armamento podría cometer en los próximos
días.
Un día antes los camaradas turcos danzaron por
toda la Plaza de los Mártires haciendo sonar tambores y panderos,
en un esfuerzo exuberante por acallar los himnos guerreros que Bush y Blair
entonan a dúo. Esa mañana habíamos caído sobre
el Centro Internacional de Prensa gritando "¡Basta de mentiras!",
en los cubículos de los medios corporativos que adoran esta "guerra"
(más bien masacre), porque les significa ratings en aumento
y más jugosos presupuestos, miles de millones de dólares
en ingresos publicitarios y extravagante tiempo extra para sus corresponsales
estrellas y sus equipos. "¡Basta de mentiras!", gritamos a una merolica
de CNN, Ingrid Kormanack, quien salió de su madriguera de paredes
de cartón murmurando "aquí yo soy la que hace las preguntas".
Pero por mucha que sea nuestra furia, en la tensa calma
que precede a lo que pronto ha de estallar sabemos que todo es una pantomima.
Los misiles se acercarán silbando muy pronto, quizá incluso
en la luna nueva (el 28 de febrero): históricamente, Estados Unidos
ha bombardeado al mundo bajo esa luz minúscula. Muchos de los que
estamos aquí quizá preferimos que acabe todo de una vez,
porque la espera está matando nuestro espíritu. "Estados
Unidos nos sirve de almuerzo", alardea Bassam, ex combatiente que inventó
una forma de alimentar a las ovejas con excremento de pollo (32 por ciento
de proteína) en la posguerra pasada y que ahora trabaja de chofer
en el ostentoso hotel Palestina. "Cada mañana escuchamos las noticias.
Si son buenas el día sería bueno; si no, no podremos comer..."
Bassam y yo hemos acordado celebrar juntos nuestros cumpleaños:
mi número 65 es el 11 de marzo, cuando quizá todavía
estemos vivos; el suyo es el 19 de abril, cuando seguramente nuestro destino
estará sellado. Sólo un milagro -la aparición del
Papa en Bagdad o un trasplante del perverso corazón de George W.
Bush- podrá salvarnos ahora.
Estos envíos continuarán hasta que el tiempo
se agote.
* Periodista estadunidense que acompaña a un grupo
de escudos humanos
Traducción: Jorge Anaya