Rolando Cordera Campos
Juegos de guerra
El mundo se debate entre el mal y el bien, según los defina en cada momento Estados Unidos. Primero fue la guerra contra el terrorismo, que pocos objetaron en cuanto a su legitimidad, aunque algunos se atrevieron desde entonces a cuestionar su eficacia. Menos fueron los que en la secuela inmediata del crimen se atrevieron a reflexionar históricamente y a preguntarse, como lo hizo Gore Vidal, "Ƒpor qué nos odian tanto?" Susan Sontag, el propio Vidal, el gran historiador emérito de Princeton Arno Mayer, y otros, fueron en esos días vilipendiados por impertinentes, o de plano antiamericanos, y hasta el semanario de izquierda The Nation se negó a publicar los artículos de los dos últimos. (cf. Vidal, Gore, Perpetual war for perpetual peace. How we got to be so hated. Thunderƀs Mouth Press /The Nation Books, Nueva York, 2002).
Apenas empezaba la ola expansiva de furor imperial y moralismo, que pronto avanzó de la guerra al terrorismo, al "eje del mal" y ahora, a Irak y su petróleo. Y aquí estamos: con una Europa dividida por el chantaje estadunidense y la obsecuencia española e italiana, que con el primo Blair bailan a la tonada de la guerra santa. Un Medio Oriente en cuenta regresiva para más rosarios de terror, suicidio y muerte; una nación estadunidense arrinconada en sus libertades fundamentales, asediada por la histeria y el miedo, también a punto de saltar para atrás a los peores momentos de intolerancia y represión de su historia moderna. Y acá, en el extremo occidente, rumbo a los peores escenarios de crisis económica y social, irrupción de la violencia de masas en Bolivia, afirmación del terrorismo criminal que, como estaba anunciado, "urbanizó" la guerra en Colombia y acentuó las tendencias centrífugas del sufrido y diezmado país de García Márquez, que ve a sus mejores irse o morirse (como tristemente ocurrió con el inteligente buen amigo Juan Antonio Londoño, fallecido en un accidente de aviación, cuando seguía incansable en pos de su reforma social).
Nadie se atreve a asegurar ya entre nosotros que la guerra, sea cual sea la modalidad que adopte, puede traernos consecuencias bienhechoras. Pocos insistirían ahora en que el 11 de septiembre abrió para México una "ventana de oportunidad" para convertir la buena química ranchera en pacto histórico binacional. Todos, o casi, tenemos que rendirnos a la evidencia cruel de que la guerra, de estallar como la han anunciado, nos tomará en medio de un estancamiento económico que se prolonga demasiado y sin fecha próxima de término, y metidos hasta el cuello en mil y un litigios barateros, dizque políticos, que sólo pueden servir para que los electores se ausenten y los especuladores lucren con la reserva mítica con la que todavía no sabe qué hacer el Presidente.
Lo único cierto en este festival de la incertidumbre global, que tan bien describió el mago Greenspan hace unos días, es que no estamos preparados, no se diga para entrar por la mencionada ventana oportunista, sino para resistir bien los embates de una turbulencia que puede ser, sobre todo para México, inmediatamente social y de masas, por sus efectos nefastos en la frontera norte y sobre los migrantes.
Se nos asegura que los "fundamentales" están en buen estado o bajo control, pero del mero fundamental poco se habla: el empleo no ha crecido en lo mínimo requerido; el desempleo no ha cesado; la actividad productiva sigue postrada; pero la empresa amenaza y acosa a un gobierno que sólo balbucea, los "mercados" empiezan a ponernos tache y los actores políticos se devanan los sesos para ver quién hace más el ridículo y da la mejor imagen de deterioro precoz.
Las hipótesis maestras del cambio tan ansiado nos han fallado: carecemos de las capacidades productivas dinámicas engrandecidas por el comercio libre, como se imaginaba y prometía; contra lo esperado, la inversión extranjera directa aparece menguante y veleidosa; y, luego de la fiesta del 2000, no aparece por ningún lado la democracia del manual, que por su propia pluralidad y diversidad sería capaz de producir las políticas y los políticos que los agudos conflictos actuales demandan. Así, México se adentra en los escenarios de la guerra y la posible posguerra en las peores condiciones imaginables.
Y mientras todo esto pasa, el genial Usabiaga se empeña en jugar a una dialéctica envenenada: del "campo no aguanta más" a "no aguanto más al campo", y otras y otros prefieren jugar a la casita. Jueguitos de guerra, pero para el teatro infantil, no para el horario de trasnoche. Ahí espantan.