Javier Aranda Luna
Monterroso y el sueño de Calvino
Uno de los últimos homenajes literarios que hiciera Italo Calvino a un escritor contemporáneo lo dedicó al guatemalteco Augusto Monterroso. Se convirtió, de hecho, en un homenaje póstumo. Calvino planeaba dictar una serie de conferencias en la cátedra Charles Eliot Norton Poetry Lectures de la Universidad de Harvard, pero una semana antes de partir a Estados Unidos lo sorprendió la muerte.
En sus papeles perfectamente escritos entre finales de 1984 y septiembre de 1985, Calvino confesó uno de sus más altos sueños de escritor: encerrar cosmogonías, sagas y epopeyas en las dimensiones de un epigrama. Vamos: encerrar la luz del sol en un rayo porque creía -y con razón-, que en estos tiempos cada vez más congestionados de textos, la literatura debería apuntar a la máxima concreción de la poesía y del pensamiento.
Italo Calvino soñó incluso con formar una antología de cuentos de una sola frase o, mejor aún, de una sola línea. No pudo armarla porque, hasta el final de sus días, no encontró cuento que superara, o por lo menos igualara, esas ya clásicas líneas de Tito Monterroso que seguramente usted conoce: ''Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí".
Ese cuento, citado con tanta frecuencia, es prueba de lo dicho por Monsiváis acerca de la prosa monterroseana: brevedad en constante expansión. El genio de Monterroso se finca, según creo, en el sano ejercicio de la claridad, en la brevedad que azuza a la imaginación y en un eficaz y complejísimo sentido del humor que Luis Cardoza y Aragón, su paisano, ilustró hace tiempo en uno de sus ensayos de este modo: ''Alguna vez, en lectura inatenta, no había reparado en que la broma era un chocolate con cianuro. Y cuando vamos ya a engullirlo nos detiene y nos regala con el definitivo de deliciosa miel terrible". La zarpa de Monterroso, escribió más adelante el poeta Cardoza y Aragón, ''me recuerda el sutil alfanje del verdugo que con diestro, insensible tajo decapita. El condenado le implora cumplir sin tardanza su labor. El verdugo le recomienda mover los hombros. Los mueve y rueda la cabeza".
Si uno revisa los libros de Monterroso puede encontrar, con gran facilidad, que ninguno se parece. Todos son deliberadamente distintos. Es natural que así sea: a Tito le interesaba más ser leído que ser famoso; buscar nuevas formas de expresión literaria más que repetir, como receta, los principales ingredientes de sus textos más conocidos. Pero aunque todos sus libros son diferentes, los sostiene esa prosa perfecta en la que cada palabra parece haber sido pesada gramo a gramo para que nada falte ni sobre. Recuerdo que alguna vez le criticaron esa minucia de relojero por pulimentar el lenguaje. Imposible sostener la brevedad con palabrería. Sólo una prosa escrita y rescrita (''yo no escribo, corrijo", dijo en una conferencia) podía sostener cada una de sus ya clásicas fábulas.
Me parece que el afán perfeccionista de Tito por el lenguaje más que un desplante de pedantería literaria sólo buscó construir la mejor plataforma para que cada lector disparara su imaginación de la mejor manera. Sólo la filigrana lingüística le permitió, digamos, sacudirnos con las ''ráfagas de humor helado" que encontró en su prosa José Miguel Oviedo.
En cada una de sus geometrías Luis Cardoza y Aragón encontró una batalla. Italo Calvino el ideal de la literatura del futuro: levedad, rapidez, precisión, visibilidad, multiplicidad y coherencia. Prosa de alta precisión y sabiduría mortífera (Monsiváis dixit); prosa para hacer estallar la carcajada e invitarnos a pensar; para rumiar una idea o una imagen una y otra vez durante el día y encontrarle, una vez y otra, como a la poesía, nuevos significados.