MAR DE HISTORIAS
El último sueño
CRISTINA PACHECO
Caminaba de prisa, alegre de llevar los billetes en la cartera. Desde que los recibí a cambio de mi chamarra de piel, pensé en darle una parte a Esteban. Con la mínima paga, que apenas disminuía mi deuda, deseaba manifestarle al viejo mi interés por contribuir a la realización de su sueño.
Cuando entré en la tienda descubrí a Esteban oyendo la radio en vez de revisar el "Aviso oportuno", como todas las noches. Adiviné que algo extraordinario había sucedido. El viejo estaba ansioso de decírmelo porque al verme exclamó: "Ya tengo casa. Espero que vayas a visitarme aunque sea de vez en cuando".
Me sorprendió no alegrarme. Pregunté: "ƑY para cuándo es la mudanza?" El viejo respondió: "No lo sé, pero mejor te apuras a pagarme lo que me debes". Aunque sabía que era una broma, la advertencia me chocó. En vez de sacar el dinero que llevaba en la bolsa me acerqué al refrigerador y tomé dos refrescos: "Para celebrar. Apúntelos en mi cuenta".
La aparición de un cliente me dio un pretexto para despedirme. "ƑPor qué la prisa?", me gritó Esteban. No le respondí. Por primera vez en mucho tiempo salía de la tienda sin haber escuchado ninguno de los maravillosos relatos de Esteban. Sentí rencor hacia él por despojarme del mayor de mis placeres. Eran las siete. Me esperaba una noche larguísima. Tuve miedo de regresar a mi casa, el escenario de mi prolongado fracaso: un año, dos meses y catorce días sin empleo. ƑCómo sobrevivir? A base de gerundios: buscando, pidiendo, suplicando y, en el último año, vendiendo. Lo último: mi chamarra de piel.
Ahora mi casa está vacía. Unos vecinos de la Manzana 18 tiene el juego de comedor que me compró en una bicoca -espero que lo recuerde cada vez que se siente a mi mesa-; el conserje del lote de automóviles es dueño de mi modular; Ermita, la boticaria, se entretiene con mi televisor.
La recámara fue lo primero que salió y merece capítulo aparte. La mañana en que Estela decidió separarse -previo grito: "Estoy harta de vivir con un soberano inútil"- me dijo que ya no quería nada de mí. Demostró que hablaba en serio arrojándome mil pesos antes de ordenar que subieran nuestros muebles al camión de mudanzas. šLo que deben de haberse divertido los cargadores! Si un día me los encuentro les pediré que me describan la escena. De seguro no la han olvidado. Al escucharlos me reiré tanto que acabaré llorando.
II
En el remoto caso de que Estela volviera conmigo, se asombraría de ver cuánto he cambiado: cocino, lavo mi ropa, lloro con facilidad, me gusta oír la radio y me divierto escuchando lo que otros cuentan acerca de su vida.
Aun en nuestros mejores tiempos, mi ex esposa afirmaba que mi principal defecto era no saber oír -léase no saber oírla-. Si llegara a enterarse de cuánto me gusta ahora quedarme callado mientras los demás hablan, lo atribuiría a la influencia de "alguna lagartona". No es verdad: descubrí ese placer gracias a Esteban Maldonado.
Debe de andar por los ochenta años. Trabaja desde que tenía siete y no ha parado. Nunca fue a la escuela. Uno de sus muchos patrones le enseñó a conocer las letras y a sentir los números. En esto no hay manera de engañarlo. Cuando se niega a fiarme y le pregunto el motivo -como si no lo supiera- desglosa mi deuda, cita las fechas en que fui acrecentándola y al fin me aplasta con el monto completo. Lo extraordinario es que todos esos detalles están en su cabeza.
Hoy, cuando Esteban me dio lo que considera una magnífica noticia, entendí que el estira y afloja entre nosotros se ha convertido en mi recurso para sobrevivir. Cuando el viejo me refiere sus sueños, olvido mi realidad y me siento importante sólo porque alguien me toma por interlocutor. Es mi única prueba de que existo para los demás.
Rumbo a mi casa pensaba en las tardes que pasé mirando ansioso el reloj, en espera del momento propicio para caerle a Esteban en su tienda. No la he descrito: como todos los estanquillos destrozados por la modernidad, languidece entre olores a cilantro y jabón. Durante el día entran mujeres y niños que compran recaudo, frijoles, sopa de pasta, un refresco, maicena. A partir de las seis la clientela escasea y Esteban aprovecha para sacar el "Aviso oportuno" -por lo menos lo hizo hasta ayer- y recorrer la sección de bienes raíces.
Es peligroso interrumpir su lectura: el viejo se pone de mal humor y se vuelve inflexible. Para evitarme contratiempos, antes de entrar en la tienda saludo en voz muy alta a los vecinos. No me importa que me contesten, sólo deseo que Esteban me oiga y sepa que estoy por llegar.
Entro, veo los anaqueles y pido cualquier cosa. Esteban me recuerda mi deuda, le suplico que sea comprensivo, le prometo que se lo pagaré todo en cuanto tenga un empleo y enseguida, antes de que me pregunte cuándo será eso, desvío la mirada a su periódico y digo: "ƑEncontró algo interesante?"
La frase es mágica: el viejo olvida nuestra querella y se pone a comparar los precios de casas solas y condominios horizontales; luego repudia a los negociantes voraces y acaba maldiciendo a los ricos porque, según él, nada más ellos pueden ser dueños de las casas donde viven. Como si fuera íntimo de los acaudalados, Esteban afirma: "Pero ni las disfrutan porque se la pasan viajando de aquí para allá".
Esteban jamás ha renunciado a su anhelo, cada día más inalcanzable, de tener una casa. Abordamos el tema por vez primera una noche en que lo encontré enfermo. Debido a los escalofríos el pobre viejo apenas lograba sostener el periódico entre las manos. "Se ve mal. Métase a su cama y sude la calentura". Esteban me miró con dureza: "ƑY quién trabaja?" Su pregunta era una alusión a su soledad. Fingí ignorarlo y le hice una broma estúpida: "No sé para qué quiere ganar tanto dinero: nunca sale a divertirse". La expresión de Esteban se volvió reflexiva: "Dándome ese gusto jamás realizaré mi sueño: dormir bajo mi propio techo". Despotricó de nuevo contra los ricos y, porque se lo pedí, me describió su casa ideal: "Me la imagino con varias recámaras, una cocina amplia, su sala y un corral para criar guajolotes. šSi vieras cuánto me gustan esos animalitos!"
Las aspiraciones del viejo me parecieron extravagantes. Lo dije y él se animó: "šEsto no es nada! Cosas grandes, las que soñaba de niño. Una vez trabajé en una bodega de maíz. Por la mañana hacía cucuruchos con hojas de periódicos y revistas. En una encontré la foto de un castillo con torres como de iglesia. Me gustó tanto que le llevé el recorte a mi mamá y le dije: Voy a trabajar mucho y cuando sea grande compraré uno de estos para que vivamos los dos. ƑSabe lo que respondió mi santa madre? Ni se te vaya a ocurrir. Imagínate nomás lo que será barrer tantísimo cuarto.
Esteban me oyó reír y agregó: "En aquel tiempo mi madre vivía lavando ajeno. Con lo que ganábamos los dos apenas podíamos pagar un cuarto de azotea. Muchas veces, por no tener dinero para la renta, nos tiraban nuestras cosas a la calle. Dormíamos allí o en un jardín hasta que lográbamos meternos en otro cuarto".
A lo largo de nuestras conversaciones he visto empequeñecerse a Esteban y su sueño. Hoy se mostró muy satisfecho por haber conseguido una casita. Sentí remordimiento por no haberle dado el gusto de que me la describiera y regresé a la tienda. Me justifiqué haciendo un nuevo pedido. A regañadientes Esteban envolvió las verduras en una página del "Aviso oportuno". Eso me dio un pretexto para volver al tema de la casa. "Bueno Ƒy cómo es? Espero que tenga corral", comenté en alusión a nuestra primera charla. Su respuesta me desconcertó: "No da para tanto: mide dos por tres. Si en vida no pude darme el gusto de dormir bajo mi propio techo, al menos lo haré cuando me muera".
Mi primer impulso fue recriminarle su pesimismo. No me atreví: en la serenidad del viejo y en su mirada tristísima estaba escrita nuestra despedida.