Soledad Loaeza
En defensa de los partidos
Hoy está de moda hablar mal de los partidos. Se les mira como parásitos de la democracia que más que contribuir a su buen funcionamiento la carcomen con sus abusos. Para colmo de males en México se les ve como el enemigo, peor aún, como el verdugo del Presidente de la República, cuyas buenas intenciones -nos dice él mismo- son víctima una y otra vez de los vicios y del egoísmo de los partidos.
Dada la fuerza de nuestra cultura presidencialista, esta acusación ha pesado mucho sobre su imagen pública, y es muy probable que influya sobre los resultados de las elecciones de este año: puede contribuir a exaltar la figura de un presidente maniatado que inspira ternura y solidaridad -solidarios que somos siempre los mexicanos con las víctimas, cualquiera que sea la razón de su desgracia-, al que le daremos nuestro apoyo ofreciéndole una cómoda mayoría a su partido en la Cámara de Diputados; pero una imagen negativa de los partidos políticos también puede ahuyentar a los votantes y reducir la tasa de participación electoral. Este último efecto sería desastroso para la joven experiencia democrática mexicana, que sucumbiría a las presiones de la cultura priísta tradicional, la del presidencialismo y de las movilizaciones populares, que es también la cultura autoritaria que por lo visto comparten los foxistas y el PRD, cada uno a su manera.
Afortunadamente, las actitudes antipartidos y antiparlamentarias, que son un rasgo distintivo del autoritarismo de izquierda y de derecha, están en la base de algunas de las contradicciones más evidentes de la opinión pública del post 2000. Una encuesta reciente de Latinobarómetro muestra que las severísimas críticas a los partidos y al Congreso no han superado la creencia, que sigue siendo amplia en el seno de esa misma opinión, de que los partidos -pese a todos sus defectos- son un componente insustituible de la democracia.
Asimismo, los datos indican que el Congreso es reconocido como una pieza central en los cambios que ha experimentado el sistema político mexicano hacia una mayor apertura y, sobre todo, hacia un equilibrio real entre los tres poderes. Así, pues, por ahora los partidos políticos mexicanos pueden dormir tranquilos: ellos en particular no nos gustan, pero sabemos que con todo y ser unos adefesios, si es que democracia queremos, los necesitamos.
La mala fama de nuestros partidos no es sólo obra de sus malquerientes. Algunas de las imágenes más traumáticas de nuestra vida política reciente han tenido como protagonistas a sus candidatos, dirigentes y miembros distinguidos. Recordemos el desánimo generalizado que produjo el asesinato de Luis Donaldo Colosio que se atribuyó a sus propios correligionarios, y meses más tarde el crimen igualmente brutal en contra del secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu.
El disgusto y la incomodidad que provocan el estilo de grito, sombrerazo y confrontación, que es el sello de marca de los perredistas, desmiente de manera cotidiana el sentido de la democracia como la forma de gobierno que garantiza relaciones políticas civilizadas y la responsabilidad de los partidos en el ejercicio de esas nuevas formas de relación.
Acción Nacional no ha estado exento de escándalos: ya ha aportado a nuestro imaginario político una buena cuota de asesinos, corruptos y payasos que nada tienen que pedirle a partidos que antes el PAN miraba por encima del hombro, pero con los que hoy tendría que discutir la manera de lidiar con sus propios excéntricos, por llamarlos de alguna manera. Todos los días sufrimos el arribismo de los gobernantes panistas, su ignorancia de los asuntos públicos, sus pueriles fantasías respecto al poder, así como la pobreza de espíritu que muchos de los nuevos funcionarios ostentan como si fuera una virtud política, pero que puede llevarnos al abismo.En los tiempos que se acercan los partidos tendrán que lidiar también con el IFE, un organismo que tendría que ser su aliado, pero que no ha sido económico en sus críticas a los partidos.
En los próximos días uno y otros se disputarán la división del pastel presupuestal. Extrañamente el organismo encargado de organizar los comicios reclama recursos para una expansión que no se justifica porque, hasta donde lo entendemos, está en su naturaleza original la reducción gradual de su tamaño y de sus recursos, a medida que la cultura electoral democrática se integra en nuestro repertorio de actitudes. El IFE, por ejemplo, no debe pretender suplir a la Secretaría de Educación Pública -que tendría que asumir plenamente su responsabilidad en materia de enseñanza del civismo-, tampoco a los partidos que son, en parte, la razón de su existencia.
Los partidos políticos mexicanos tienen muchos defectos, y poco les ayudan las nuevas formaciones que participarán en los próximos comicios dado el inocultable oportunismo de algunas de ellas que son más empresas individuales, grupos de amigos, que proyectos reales de gobierno. Sin embargo, los partidos son el único vehículo posible para la articulación y expresión ordenada del pluralismo político mexicano. Pensemos nada más que si nos deshacemos de ellos nos quedamos solitos con el Presidente.