BUSH: OFENSIVA DEL ACORRALADO
Al
presentar su discurso anual en el Capitolio, el presidente de Estados Unidos,
George W. Bush, puso de manifiesto el ínfimo nivel intelectual al
que ha llegado la clase política de su país, lo que en rigor
es un problema interno para la nación vecina, pero al mismo tiempo
mostró al mundo los enromes peligros planetarios que entraña
una superpotencia atómica, económica, diplomática
y tecnológica cuando su liderazgo gubernamental y legislativo renuncia
a la lucidez, a la reflexión y a la veracidad.
Por principio de cuentas, debe recordarse que Bush es
un presidente que tiene que cargar con una ilegitimidad de origen, toda
vez que llegó al puesto a pesar de haber recibido una votación
nacional menor que la de su rival demócrata, y que hubo de recurrir
a maniobras y turbiedades que distorsionaron el sentido del sufragio popular;
ha de tenerse en cuenta, además, que el arranque de la crisis y
la recesión que padece la economía estadunidense coincide
plenamente con la llegada a la Casa Blanca de su actual ocupante, quien
no ha sido capaz, en más de dos años, de plantear nada sensato
ni efectivo en materia de estrategias de recuperación; es pertinente
evocar que, en los primeros ocho meses de su gobierno, Bush se perfilaba
como el presidente más gris y anodino de la historia moderna de
Estados Unidos, y que fue gracias a la ayuda providencial de los atentados
del 11 de septiembre que logró ser visto como estadista, por primera
vez, por sus conciudadanos.
Con esos antecedentes a cuestas, y en momentos en que
Bush, debido a la ineptitud económica y social de su gobierno, ve
esfumarse el enorme capital político que le aportaron los atentados
del 11 de septiembre, cabía esperar que apelara una vez más,
como anoche, a las fibras patrioteras y paranoicas -el mesianismo del destino
manifiesto y las pesadillas de la seguridad nacional- de la sociedad estadunidense.
Tras presentar la supuesta amenaza representada por el régimen iraquí
-y su nunca demostrada posesión de armas de destrucción masiva-
con un maniqueísmo y una falta de precisión propios de los
cuentos de dragones, Bush ofreció a sus compatriotas el papel de
salvadores del mundo y de garantes de la paz y la libertad universales.
Con una arrogancia contraria a cualquier sentido diplomático,
Bush descalificó las reticencias de los otros países miembros
del Consejo de Seguridad de la ONU a aprobar la destrucción de Irak,
afirmando que su gobierno "no depende de las decisiones de otros". Sin
pudor ni recato, el presidente estadunidense mintió sobre las supuestas
capacidades iraquíes de producir armas de destrucción masiva,
puso en labios de los inspectores presididos por Hans Blix palabras que
nunca dijeron y adulteró el sentido de la resolución 1441
del Consejo de Seguridad, al afirmar que se trata de la "oportunidad final"
de Saddam Hussein para desarmarse.
Frente a tales actitudes es importante y reconfortante
recordar que la popularidad presidencial sigue cayendo de manera ininterrumpida
desde el 11 de septiembre, cuando alcanzó su punto más alto,
y que segmentos cada vez más grandes de la sociedad estadunidense
se manifiestan contra la criminal aventura bélica que es, desde
entonces, el único programa gubernamental coherente que ha podido
formular la actual administración del país vecino: manifestaciones
multitudinarias, desplegados de prensa -como el firmado ayer por decenas
de estadunidenses galardonados con el Premio Nobel- y hasta cápsulas
de televisión y radio promovidas por figuras públicas, marcan
una creciente distancia entre los halcones de Washington y la ciudadanía
de Estados Unidos.
Cabe esperar que las movilizaciones referidas logren maniatar
al gobierno en sus peligrosos y criminales empeños bélicos
y que la mayoría de los estadunidenses comunes logre distanciarse
de los engaños, la demagogia, el populismo conservador y las exhortaciones
militaristas de un presidente que, arropado por su sumisa mayoría
congresal, presenta como liderazgo resuelto y enérgico lo que es,
en realidad, la táctica de un político acorralado.