Hermann Bellinghausen
Cacería en la nieve
A partir de la última villa del recorrido las huellas de Nonuk se veían más profundas y recientes en las calzadas de la pradera. Las primeras jornadas las huellas prácticamente no existían, borradas por la ventisca. La brigada no se perdió gracias a los perros, que le tenían bien agarrado el olor al fugitivo. Ya ve usted que los perros son racistas según el amo.
Las jaurías del cuartel y los perros de las fincas les ladran siempre a los morenos, por el olor a grasa de foca, por las pieles que visten, por su aliento característico, fuerte para penetrar las atmósferas semiárticas y sus punzante ventisca.
El teniente MacCallum escupía tabaco, excitado por la cercanía de su presa. Si lograban darle alcance antes del pueblo, no tendría escapatoria.
Los guías nativos se las arreglaron para esfumarse, diciéndose enfermos o cualquier otro pretexto. Su jefe desapareció dos noches atrás. MacCallum ya nos los necesitaba. Era cosa de apurar los trineos. Venía dándose vuelo con el látigo y los gritos. Sus patrulleros, un poco hartos, se reanimaron al ver el frenesí del teniente y de los perros. En el fondo, lo mismo que los guías, sentían miedo. El teniente se daba cuenta, pero les dejó claro que al que desertara lo iba a ejecutar. Era muy capaz, así que le creyeron.
Comenzaron las cuestas. En tramos había que cargar a los perros. La maniobra retrasaba a la patrulla. Pero McCallum venía decidido a probarles a todas esa almas débiles que Nonuk no se hacía invisible, como ya era leyenda en la tundra baja. Vivo o muerto, le pondría al fin la mano en el pescuezo.
La huellas se hicieron verdaderos hoyos. Las grandes suelas de Nonuk caligrafiaban la nieve. En medio de esa nada blanca, sus pisadas tenían un efecto alucinante que agregaba una especie de fascinación al miedo de los patrulleros, a quienes McCallum les vació todo el alcohol antes de cruzar la laguna congelada, así que ya llevaban tres días sin probar un trago.
La moral de la patrulla flaqueaba progresivamente, pero había una inercia, una fatalidad, en la actitud de los gendarmes. Sólo el teniente hinchaba las narinas, en premonición de la sangre. Se animalizaba un poco, a merced de sus poderosos instintos.
En una bajada, al entrar en curva, los perros se detuvieron. Con tal brusquedad que un gendarme salió botado contra la nieve, y hasta el teniente se golpeó contra la barandilla de su trineo. Eso faltaba, que los perros también se espantaran. Brincó del trineo y se dirgió a la jauría con el látigo en una mano y la otra desefundando la pistola. Los perros chillaban, giraban en la nieve, se tiraban destelladas entre sí al buscar librarse de las riendas.
McCallum disparó al primero de la fila, y allí quedó tendido. El mensaje no era para los perros.
-Señores, andando.
Titubeantes, los gendarmes lo siguieron. El teniente volteaba constantemente hacia atrás. Dejó caer el látigo pero conservó la pistola. Caminaron 10 minutos. La ventisca pegaba recio. Las navajas eran de hielo.
Ante un gran grieta de rocas se detuvo la columna. La grieta no estaba antes. Y era muy ancha. Como topar con un río de aguas tumultuosas, imposible de cruzar. Las grietas no llevan agua, y para escalalar esa no traían lazos ni picos. Del otro lado de la grieta, Nonuk los miraba con una redonda cara de burla insoportable. McCallum alzó el arma y disparó. Por un momento, perdió la vista del blanco, pero un segundo después allí estaba de nuevo. Su burla de ojos jalados. Otro disparo. Arreció la ventisca, levantó la nieve como si arena en el desierto. Ya ni la orilla de la grieta abismal fue distinguible.
Un silencio. ƑLe habré dado?, pensó McCallum, al borde de la euforia. Pero cómo celebrar sin estar seguro. Quería llevarse el cuerpo para colgarlo en los postes del cuartel. Lo prometió al general. El silencio seguía, y el teniente se impacientó, con la euforia atorada como un hueso de durazno en la garganta. Disparó la última bala apuntado a la ventisca cerrada. Un eco largo, solitario, salió de la grieta. Y sin pausa, del eco se colgaron los golpes de tambor con que Nonuk le informaba a McCallum su fracaso.
Al perseguidor se le heló el aliento. Sus narinas se apretaron, azules. Arrojó la pistola vacía contra las rocas. Sonó, apenas, algunos metros abajo. ƑY esa maldita grieta, de dónde salía? El teniente trinaba. Tardó un largo minuto en dar la vuelta y ordenar regreso a los gendarmes, que se manifestaron aliviados y caminaron de inmediato. McCallum los despreció infinitamente.
Pero los necesitaba para reacomodar los perros. Y desechar al sacrificado. Además, ya no traía pistola, y los muchachos, todos, llevaban su rifle reglamentario. Apechugó, sintiendo en el esófago las oleadas quemantes de Nonuk en silencio, tocando con el tambor las dos sílabas de su nombre: No-nuk, No-nuk, No-Nuk, peor que balas.