Arnoldo Kraus
Adiós, Alba
Ni la muerte ni el tiempo son injustos. No distinguen, no preguntan, no conocen. Ciega es su presencia, absolutos sus caminos. La muerte ni oye, ni habla de justicia. Tampoco comprende, tampoco dialoga. Lo mismo sucede con el tiempo, su hermano: no escucha, no se detiene. Sin embargo, a pesar de esas certezas, y a pesar de saber que me equivoco, quisiera decir que algunas muertes son injustas.
Entre la muerte como totalidad y lo irracional del tiempo quedó atrapada Alba Cama de Rojo. Falleció casi sin enterarse. Falleció sin haber acabado. La suya es una de esas muertes llenas de vida, llenas de tiempo. Inexplicable. Una muerte "atemporal". Sobraban ideas, había mil tareas inacabadas. Sobraban el afecto, el cariño y la admiración de quienes tuvimos la fortuna de conocerla. Sus palabras, su amistad y sus convicciones eran un largo ejemplo y un remanso de paz y claridad.
En Alba su pensar era como su cara: nunca una gota de pintura. Nunca una falsa expresión o un exceso. Nunca un yo. Nunca una palabra de más. Y es que la sencillez la inventaron Vicente y Alba. O más bien, Vicentealba. Ambos inventaron la sencillez extrema. La sencillez que tiende los mayores afectos y el más profundo reconocimiento. Vivían el recato imposible de imitar y profesaban la modestia que se confunde con la transparencia y que sólo los verdaderamente grandes saben llevar. Esas caras -la sencillez, la amistad, el ejemplo, la moral, la familia, la solidaridad- eran el currículo de Alba. Su sola presencia abonaba la vida de quienes la conocieron. El viejo epitafio bíblico, "dónde encontraremos otro hombre como él", reza en el México de hoy: "dónde encontraremos otra mujer como ella".
La agresividad de la enfermedad y el "destiempo" de su fin impiden la comprensión. Su muerte parece inacabada, indigerible, inentendible. Su fin es uno de esos epílogos prematuros.
Una de esas ausencias imposibles de llenar y uno de esos colofones no bienvenidos cuya desvinculación con el afecto y la memoria impide cerrar el libro, impide pensar que las reuniones con los Rojo finalizaron.
Wittgenstein tenía razón cuando afirmaba que "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". Y es cierto: el lenguaje y el mundo pueden carecer de límites. Pueden nunca acabar. Siempre es posible inventarlos o reinventarlos. Siempre es posible andar el camino o (re)construir lo dicho. Salvo cuando hablamos de la muerte, en particular de su llegada, y sobre todo cuando se respira la muerte de quien se va y se vive el dolor de quien se queda. Al pensar en Alba y en Vicente el lenguaje no basta.
ƑCómo decirle adiós a Albita cuando la razón no entiende el peso de la muerte? ƑCómo decirle a Vicente lo indecible? Pensar que la eternidad y el cariño de tantos consuela, es falso. Reclamarle a la muerte carece de sentido. Cuando llega, las palabras son insuficientes.