EL CAMPO ANTE EL TLCAN
Cuauhtémoc Cárdenas
Los problemas del campo y de los campesinos tienen solución
El 2003 será un año clave no sólo
para el campo y los campesinos, sino para el país y los mexicanos
todos: la situación de deterioro que han estado viviendo los sectores
rurales por ya 20 años puede empezar a corregirse o el país
vivirá una debacle social y económica de dimensiones mayores.
El primero de enero recién pasado, de acuerdo con
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró
en vigor el primer día de 1994, quedaron suprimidos los aranceles
que gravaban la importación de productos agropecuarios, así
como los cupos, esto es, las cuotas que la limitaban, a excepción
de los correspondientes a maíz, frijol, leche en polvo y azúcar.
Haber llegado a la vigencia de esta medida, a pesar de
las oportunas y repetidas advertencias de voces campesinas, representa
un golpe más a los porcicultores y avicultores nacionales, así
como a los productores de papa, cebada, manzana y queso fresco, entre otros,
que van a competir de ahora en adelante aún más desprotegidos
por el Estado, con productores de otros países que tienen vigorosas
protecciones y amplios apoyos de sus gobiernos. Y en 2008 vendrá
un golpe más para los productores rurales que por el periodo que
va de aquí a entonces aún están supuestamente protegidos
-maiceros, frijoleros, etcétera-, pero que en la práctica
han venido sufriendo también la agresión de las políticas
impuestas por los gobernantes que tienen sus intereses y afectos al norte
del río Bravo, que van de De la Madrid a Fox, pasando por Salinas
y Zedillo, y los colaboradores de los cuatro.
Los males de ahora, los nuevos golpes y el aumento de
los riesgos vienen de atrás, pudieron haberse detenido y corregido
a lo largo del tiempo transcurrido, pero ni hubo ni hay, por lo que hasta
ahora se ve, voluntad para hacerlo.
La solución a los problemas del campo y los campesinos,
nos lo dice una experiencia de dos décadas, no está en que
el gobierno se desentienda de ellos ni en la renuncia del Estado mexicano
a sus responsabilidades sociales, en particular frente a un tercio de la
población y a un sector clave de la economía, ni en mantener
una política monetaria que perjudica a los productores nacionales
y privilegia a los del exterior, principalmente de Estados Unidos.
Desde que se impusieron las políticas neoliberales
de apertura de nuestras fronteras -sin medidas compensatorias o con medidas
de este tipo sólo en el papel y en el discurso, pero nunca en la
práctica- y desde que empezó a negociarse el TLCAN sabíamos
que los costos de producción de nuestra agricultura, ganadería,
explotación forestal y pesca no eran competitivos frente a los costos
de producción y precios de exportación -ambos fuertemente
determinados por los subsidios que los apoyan- de los principales competidores
de nuestros productores en el extranjero, destacándose entre ellos
los de Estados Unidos. Sabíamos desde entonces -y desde antes- que
para los productores del campo mexicano era más escaso y mucho más
caro el crédito, así como más altos los precios de
la maquinaria agrícola, del diesel, la energía eléctrica,
los fertilizantes, insecticidas, vacunas veterinarias, etcétera;
que a diferencia de nuestros productores, los de los países más
desarrollados cuentan con fuertes subsidios abiertos y disfrazados de sus
gobiernos, lo que les permite competir internacionalmente con ventajas,
y que nos encontrábamos igualmente rezagados respecto a la organización
de nuestros productores y a la integración y modernización
del sector, en particular en relación con el aprovechamiento de
las tecnologías de punta y avances científicos que contribuyen
a mayores productividades y mayores ingresos.
El tiempo transcurrido entre las negociaciones para abrir
nuestras fronteras y su apertura misma tenía que haberse aprovechado
para modernizar los sistemas de producción y elevar la capacidad
competitiva de los productores rurales mexicanos, a fin de que llegaran
a la nueva fase que representaba la vigencia del TLCAN en condiciones equivalentes
a las de sus competidores extranjeros.
Eso implicaba inversiones -y lo que hemos visto, por ejemplo,
es que de un presupuesto de 76 mil millones de pesos para desarrollo rural
en 1994, en 2001 sólo se asignó en términos reales
(pesos de 2001) menos de la mitad: 35 mil 600- en infraestructura, esto
es, obras de riego, introducción y establecimiento de técnicas
de riego de mayor eficiencia productiva y de mayor ahorro de agua, electrificación,
asistencia técnica, reorientación regional de la obtención
de productos de bajo rendimiento hacia la obtención de productos
de alto rendimiento, readecuación de las producciones de las zonas
temporaleras e introducción de tecnologías apropiadas, etcétera,
y un muy serio esfuerzo para organizar a los productores e integrar con
racionalidad los ciclos de la producción, desde la obtención
de los productos de la tierra hasta su industrialización, transporte,
almacenamiento y comercialización, con la participación directa
de los productores, apoyados, además, por un sistema eficaz de planeación.
Pero este tiempo se dejó pasar, se sigue dejando
pasar, y no se da atención ni al deterioro creciente y continuado
del potencial productivo del campo, ni al agravamiento de las condiciones
sociales de los productores rurales y sus familias.
El gobierno actual, al mantener un peso sobrevaluado y
mantener a la baja en términos reales las inversiones para el campo,
sigue dando ventaja a los productores extranjeros para atender la demanda
nacional de productos del campo y fomentando el abandono y despoblamiento
del campo mediante la migración que bien puede calificarse forzada
de mexicanos, al cerrárseles aquí las oportunidades, para
satisfacer con ellos la demanda de mano de obra barata de Estados Unidos.
Hoy, en situación de emergencia social, las organizaciones
campesinas más importantes del país están reclamando
al gobierno que plantee la revisión del TLCAN.
Es una demanda justa, patriótica, que exige su
urgente instrumentación, pero no suficiente para verdaderamente
resolver de fondo los problemas del campo mexicano.
El gobierno debe plantear, ya, la revisión del
capítulo agropecuario del TLCAN. Puede hacerlo, si tiene voluntad,
apoyándose tanto en el tratado que da vida a la Organización
Mundial de Comercio y en el TLCAN (capítulo VIII, artículo
801), como en las facultades que al Ejecutivo otorga la Constitución.
Por otro lado, debe diseñarse y ponerse en práctica
una política que efectivamente conduzca a la recuperación
productiva del campo -que debiera ser parte de una política de recuperación
productiva de toda la economía del país- y a la eliminación
de la pobreza.
Objetivo fundamental de esa política debiera ser
crear para los productores mexicanos condiciones -en su práctica
agropecuaria- similares a las de los productores de los países desarrollados,
esto es, tasas de interés, precios de combustibles, fertilizantes,
maquinaria y demás insumos en los niveles que tienen los competidores
del exterior, para lo cual podrían establecerse subsidios específicos
a las tasas de interés, a los insumos, etcétera.
Un objetivo concreto de las políticas agropecuarias
y forestales debe ser, al tener condiciones similares para su actividad
los productores nacionales respecto de los extranjeros, la sustitución
competitiva de importaciones, así como la protección de aquellos
productos estratégicos para garantizar la soberanía alimentaria
de la nación y la alimentación popular.
Por otro lado, debe haber inversiones crecientes en una
más amplia infraestructura y en hacer más eficiente la existente,
así como volúmenes de crédito mucho mayores destinados
al apoyo del campo. Pero esto no se logrará reduciendo en términos
reales los presupuestos rurales, sino incrementándolos sustancialmente
y destinándolos a proyectos de desarrollo regional, agroindustria,
asistencia técnica -es preciso volver a desarrollar los servicios
de extensionismo (suprimidos por el salinato) dándoles la encomienda
específica de elevar producciones, productividades y el ingreso
rural en general en las zonas en las que operen-, mejoramiento parcelario,
adopción de tecnologías de punta y desarrollo de economías
de escala, investigación agrícola, forestal y pecuaria.
Programas consistentes, con inversiones multianuales comprometidas,
deben establecerse para integrar con racionalidad económica y social
los ciclos productivos del campo, con la participación directa de
los productores en sus distintas fases, así como para promover y
fortalecer las organizaciones de productores.
Lo que el productor reclama del Estado es apoyo, orientación,
trato justo, atención diligente, no que se le sustituya por una
burocracia que lo haga a un lado y obstaculice sus esfuerzos productivos.
Cuando se demandan nuevas inversiones para atender la
demanda social o fortalecer la producción, los voceros oficiales,
empezando por el titular del Ejecutivo, responden que no hay de dónde
tomar el dinero necesario para ello. Es esta una respuesta evasiva y de
mala fe.
¿A qué se están destinando los cuantiosos
excedentes que ha venido generando una exportación de petróleo
a precios mucho más altos de los previstos?
Se podría, además, disponer para el campo
de recursos que hoy se asignan a los rescates bancario (Fobaproa-IPAB)
y de carreteras, así como a la liquidación de Banrural (42
mil millones de pesos que superan lo que se destinó el año
pasado como presupuesto al campo), o podrían obtenerse recursos
de una reforma fiscal indispensable de realizar, pero justa y equitativa,
que grave más, de acuerdo con los patrones internacionales de países
desarrollados, a quienes obtienen altos ingresos y libere de cargas fiscales
a los sectores empobrecidos por los ajustes, recortes y despidos de los
regímenes neoliberales.
Los problemas del campo y los campesinos tienen solución
si se escuchan los reclamos de los hombres del campo y si desde el gobierno
se actúa con patriotismo, favoreciendo al productor nacional y no
más al extranjero, se promueve una economía productiva, una
relación internacional de equidad y el Estado reconoce sus responsabilidades
para con la sociedad.