Hermann Bellinghausen
La historia de una historia
Las bestias venían cansadas. Dicen que dije: "ya decía yo". La verdad no me acuerdo qué dije, o si dije, pero los palafreneros me contarían después cómo fue la recepción y lo que llegué diciendo. Mi agotamiento era tal que caí ya dormido antes de tocar el catre que me prestaron en la estación de muleros y camelleros. Faltaba una semana para Ramadán.
Ya decía yo que ni las mejores bestias aguantan tantos días, y menos los caballos y mulas bebiendo sólo posos con lengua de estropajo y los hocicos ardidos y costrosos. Dos acémilas murieron durante la travesía y nadie tuvo fuerzas para la carga de las difuntas, así que allí quedó tirada. Cosas de valor, pero qué le íbamos a hacer.
Los palafreneros que escoltaban nuestra expedición científica no eran malas personas, pero se comunicaban poco con nosotros. Y entre ellos, entrados en locuacidad, hablaban su endemoniada lengua bereber.
Por eso la tarde siguiente, cuando al fin despertamos del largo cansancio, recibimos con tanto gusto la noticia de que en la estación pernoctaba Ibrahim. Nos daría noticias frescas de Souada cuando menos, y si corríamos con suerte nos relataría alguna historia.
A eso se dedica, Ibrahim. A contar historias. Pertenece a esa tradición primitiva, común a todos los pueblos de la Tierra. Tiene un abuelo bereber, que son la raza más antigua del septentrión africano (y bien cuentera). En parte inventa y en parte lleva noticias y sucesos de un lado al otro. En todas partes lo reciben bien, le dan alimento, y vino cuanto pida, para tenerlo contento. En la noche se reúnen en torno a él y a una fogata para escuchar algún hipnotismo, no importa si falso, mientras emocione y entretenga.
En su presencia, uno entiende que estos cuenteros y los rápsodas dieron origen al resto; lo que los civilizados llamamos literatura.
Ibrahim anuncia siempre, como pregón primero, si dirá verdad, o bien cuentos, rumores, chismes, mitos del mitote mundano en las ciudades y villas comerciales que rodean el desierto. Ya se sabe que nadie miente tanto como los mercaderes, y más si son prestamistas u ocupan jugosos cargos en la administración de sultanatos como éste.
De Souada las noticias eran estupendas. Vivía en París y sus canciones iban ya de boca en boca y por la radio. La conocimos niña, cuando su voz aprendía a ser maravillosa sin proponérselo siquiera. Una ave, natural. Desde entonces, cada tanto recibimos novedad de sus adelantos.
Ibrahim venía de encontrarla en Marrakesh, a donde la llevó su gira del año pasado. La acompañaban los mismos músicos de los tiempos en Egipto. Sólo Burad, el oud, dejó la orquestilla para abrir una taberna musical en Andalucía.
La historia que contó Ibrahim, después de dar noticia de la wünder mädchen (chica prodigio) fue acerca de un hombre que trata de imaginar el cuento de un caballo que pueda servir. Debía ocurrir en otra parte, lejos del desierto, para que caballo no muriera como las mulas, seco. Nos pedía contínuamente datos de verosimilitud que lo auxiliaran en la elaboración. "Ustedes son los científicos" bromeaba.
Así, nos contó la historia a base de preguntarnos. Una brisa hacía que los pastizales y las crines confundieran su desmelenarse. Las bestias corrían libres sobre campos fértiles en un tiempo anterior al tiempo, cuando no existía quien presenciara la historia que Ibrahim nos hizo contarnos la noche entera.
A la mañana siguiente, cuando despertamos, Ibrahim había desaparecido. Quería encontrarse lejos cuando comenzara Ramadán. No dijo dónde, pero supusimos que cabalgó hacia Andalucía. Como tantos de su calaña, detesta las religiones por celos, y porque son historias bien contadas que matan la imaginación, la amarran al poste camellar. A gente como Ibrahim, si le arrebatan la fantasía libre, le quitan vida.
Sólo se despidió de los palafreneros. Al comenzar las abstinencias ramadánicas el ya bebía tinto con Barud, el oud, o quizás, pues es un afortunado, escuchaba a Souada en algún café cantante de la Ribera Izquierda.