Vincent, volcán en ebullición
Paul Gauguin
Hace mucho tiempo que quería escribir sobre Van
Gogh, y un buen día, cuando tenga ganas, seguramente lo haré.
Por el momento contaré sobre él, o mejor dicho sobre nosotros,
algunas cosas que puedan borrar un error que ha circulado entre algunos
grupos.
La casualidad, evidentemente, ha hecho que, durante mi
existencia, muchos de los hombres con los que he tenido amistad y que han
discutido conmigo se hayan vuelto locos.
Los dos hermanos Van Gogh se encuentran entre éstos,
y algunos con mala intención y otros con ingenuidad me han atribuido
a mí su locura. Naturalmente, las personas pueden tener mayor o
menor ascendiente sobre sus amigos.
Mucho tiempo después de la catástrofe, Vincent
me escribió desde la casa de salud donde se recuperaba. Me decía:
"Qué afortunado eres de estar en París. Todavía es
allí donde se encuentran los grandes talentos, y evidentemente tendrías
que consultar a un especialista que pueda curarte de la locura. ¿No
estamos todos afectados por ella?" El consejo era bueno; por eso no lo
he seguido, sin duda por contradicción.
Los lectores del Mercure de France han podido saber
por una carta de Vincent, publicada hace unos años, la insistencia
con que quería que yo fuera a Arles para fundar un taller del que
yo sería el director.
En aquel tiempo yo trabajaba en Pont-Aven, en Bretaña,
y ya sea porque los estudios empezados me ligaban a ese lugar o porque
por una vaga sensación preveía algo anormal, rechacé
hacerlo durante mucho tiempo, hasta que un día, derrotado por los
arrebatos de sincera amistad de Vincent, me puse en camino.
Llegué a Arles hacia el amanecer, y esperé
que llegara la mañana en un café nocturno. El dueño
me miró y exclamó: "Vos sois el compañero, os reconozco".
Un retrato mío que había enviado a Vincent explica la exclamación.
Al enseñalarlo, Vincent le había contado
que se trataba de un compañero que debía llegar uno de aquellos
días. No demasiado pronto; pero tampoco demasiado tarde, fui a despertar
a Vincent...
Al día siguiente ya estábamos trabajando;
él, como una continuación; yo, como un inicio. Hay que decir
que nunca he tenido las facilidades mentales que otros encuentran sin fatiga
en torno a su pincel. Estos bajan del tren, cogen la paleta y, en un visto
y no visto, crean un efecto solar. Cuando está seco, uno va al Luxembourg
y se lo encuentra firmado por Carolus Duran.
Yo no admiro el cuadro, sino que admiro al hombre. El
está seguro, tranquilo. Yo, incierto, inquieto (...)
Pasaron, pues, unas semanas antes de que pudiera atrapar
el sabor áspero de Arles y sus alrededores, pero trabajábamos
duro, sobre todo Vincent. Entre los dos seres, él y yo, el uno un
volcán y el otro también en ebullición, de algún
modo se preparaba en el interior una lucha. En primer lugar, encontré,
en todo y por todas partes, un desorden que me irritaba. La caja de pinturas
apenas era suficiente para guardar todos sus tubos estrujados, y, a pesar
de este desorden, de este berenejenal, brillaba un todo en la tela, y también
en sus palabras.
Daudet, de Goncourt y la Biblia ardían en aquella
cabeza de holandés. En Arles, los muelles, los puentes y las barcas,
todo el sur se convertía en Holanda para él.
Se olvidaba incluso de escribir en holandés y,
como se puede ver por la publicación de las cartas a su hermano,
no escribía más que en francés y lo hacía admirablemente,
con los "tant que quant á" interminables.
Texto escrito entre enero y febrero de 1903 en Atuana,
isla Dominica, publicado en un libro dedicado a Gauguin, editado por Avant
et aprés